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MIS HISTORIAS

En esta sección podrás disfrutar de algunos fragmentos de mis obras, así como algunas historias en exclusiva.

Contenido del autor:
    Primero capítulos de la novela de fantasía y ciencia ficción: Civik: Las piedras de poder.
    Prólogo

    Tras un largo viaje desde el campamento, al fin había llegado. El lugar era tal como se lo habían descrito: un largo pasillo atravesaba la gran gruta, separando a derecha e izquierda dos grandes paredes repletas de piedras. «No hay duda, este es el lugar», pensó. «Debo darme prisa, se acercan».

    Tomó una muestra de roca y la introdujo en una pequeña bolsa de cuero. «Con esto será suficiente».

    —Suelta eso —dijo una voz desde el pasillo.

    Desenvainó su catana y anduvo sigiloso hacia aquella voz. Un hombre de mediana edad apareció de entre la oscuridad; su camisa oscura y su chaleco de cuero negro lo camuflaban en las sombras.

    —Ha sido fácil encontrarte. Deberías mejorar tu disfraz, es bastante penoso —dijo el hombre.

    Al escuchar aquellas palabras, observó sus ropajes. Camisa blanca, raída, pantalones de cuero marrones, zapatos desgastados, además de una larga gabardina, componían su indumentaria. No alcanzaba a comprender el fallo, el disfraz era tal como le habían indicado en el campamento.

    —Vamos, entrégame la bolsa y te perdonaré la vida.

    —Ni hablar, tendrás que matarme para conseguirla.

    —Así sea.

    Se preparó para bloquear el golpe de aquel hombre que corría hacia él catana en mano. Ambas armas chocaron en medio de la oscuridad de la caverna, provocando un fuerte sonido metálico. Al cabo de unos segundos, ambos retrocedieron.

    Sabía que sería una pelea de resistencia, pues su adversario parecía estar bien entrenado. Debía evitar el enfrentamiento a toda costa, poner las piedras a salvo era lo importante.

    —¿Ya te has cansado? —preguntó el hombre de negro.

    —Márchate y te perdonaré la vida.

    —No puedo hacer eso, sabes tan bien como yo que esto debe terminar aquí y ahora.

    Aquel hombre tenía razón. Las piedras eran demasiado importantes como para rendirse sin luchar. Durante un segundo, pudo percibir la duda en el rostro de su rival, pues había tenido la oportunidad de atacar y no lo había hecho. ¿A qué esperaba? Decidió no pensar en ello y centrarse en abandonar el lugar lo antes posible, por lo que se dispuso a dar una fuerte palmada. «La misión está cumplida, pondré a salvo las piedras», pensó. En ese momento, un objeto impactó en su mano, obligándolo a cancelar la palmada al tiempo que retrocedía. Miró a su alrededor; parecía que el hombre de negro se le había adelantado palmeando antes que él. Las pequeñas piedras de las paredes comenzaron a despegarse proyectándose con fuerza hacia él. Cubriéndose con su arma buscaba poder dar la palmada que lo sacase de ahí. Los múltiples impactos eran cada vez más dolorosos, la sensación de angustia y dolor aumentaban a cada segundo mientras caía al suelo. Trató de concentrarse, había perdido de vista a un enemigo y eso podría costarle la vida. Incorporándose, advirtió que el hombre de negro corría hacia él arma en mano. La adrenalina hizo que pudiera obviar por un instante el dolor provocado por los impactos, permitiéndole centrarse por completo en aquel hombre. Debía repeler el ataque, o sería el fin. Puso una de sus manos sobre el suelo y, elevando su pierna, golpeó la rodilla de aquel hombre, que cayó junto a él. Durante el forcejeo se dio cuenta de que las piedras habían dejado de golpearle. El hombre de negro ganó la posición situándose encima de él, sus manos le apretaban el cuello con fuerza. Desesperado, puso sus manos entre el hombre de negro y él y dio una palmada.

    Al instante, ambos desaparecieron.

    Árboles, hierba y rocas era todo lo que podía observar. El forcejeo continuó desde el suelo. Los dos trataban de ganar la mejor posición para acabar con el contrario. Notó cómo el suelo era cada vez más pedregoso, se acercaba a los límites de un precipicio. Casi por instinto se obligó a desterrar el terror que le producía la situación, pues, si no hacía nada para evitarlo, perecería junto a aquel hombre, o tal vez, algo peor.

    —¡Ahora son mías! —gritó el hombre de negro.

    Cogió la bolsa con fuerza por un extremo mientras su rival tiraba de ella. Tras unos segundos de disputa, el pequeño saquito de cuero salió despedido dejando caer su contenido al pedregoso suelo.

    —¡Mira lo que has hecho! —dijo el hombre de negro, girándose.

    Agarró a aquel hombre de su chaqueta y tiró hacia él, precipitándose hacia el vacío. La misión no había salido como esperaba, pero al menos había evitado que el enemigo se hiciese con las piedras llevándoselo consigo. «Una muerte honorable», pensó.

    John había aprovechado su día libre para salir a pasear como de costumbre. Aquel bosque siempre le había atraído desde su llegada a Reya, tal vez fuese por los árboles, tal vez por el silencio, o tal vez por volver a tener contacto con la naturaleza; no conocía el motivo, pero de algo sí estaba seguro: aquel lugar le trasmitía paz.

    Sacó una pequeña caja metálica de su bolsillo y se inclinó para recoger una de las muchas piedras que se encontraban esparcidas por el suelo. «Esta me gusta», pensó. Introdujo la piedra en la caja y continuó su paseo sin dejar de admirar el paisaje.

    Apenas habían transcurrido unos minutos cuando un destello llamó su atención. Se acercó al punto sin perder de vista su entorno.

    —Algo pasó aquí.

    Bajó hasta el suelo y pasó su mano por entre la arena pedregosa, siguió el rastro hasta el borde del acantilado y observó.

    »Dos personas cayeron por aquí, calculo que hace unos días, tal vez una semana.

    Tras incorporarse, una luz lo cegó nuevamente durante un instante; acercándose, inclinó la cabeza. Una pequeña piedra había proyectado los rayos de sol.

    —Interesante. Me gusta.

    Sacó su caja metálica y abriéndola la añadió a su colección.

    «Tal vez debería informar de lo que ha sucedido aquí, pero no quiero problemas, me ha costado mucho esfuerzo y sacrificio poder hacerme un hueco en Civik. No voy a echarlo todo a perder, soy un privilegiado, cualquiera extramuros mataría por estar en mi lugar», pensó.

    Capítulo 1

    Después de tantos años como habitante de Civik, finalmente había encontrado algo que merecía la pena investigar. Los rayos del sol apenas conseguían abrirse paso entre las nubes ocres más allá de la cúpula mientras caminaba por las frías calles.

    «La noche está cerca, debo darme prisa», pensó al tiempo que aligeraba el paso.

    Al cabo de unos minutos, se detuvo frente a uno de los locales de la gran avenida. Había elegido la ciudad de Reya para asentarse y llevar a cabo su labor por ser la ciudad más completa de Civik, además de por su bajo censo de habitantes, lo cual agradecía cada vez que tenía que realizar labores de campo. Entró en el establecimiento con resignación, siempre había evitado ese tipo de lugares, entregar su arma reglamentaria a un desconocido no era una idea que le entusiasmase, pero el Estado de Civik obligaba. Bien por desperfectos o bien por revisión, debías acudir de inmediato a un taller de reparación. Paseó observando las vitrinas y estanterías situadas a ambos lados del largo pasillo.

    —Buenos días.

    —Buenos días —respondió el tendero mientras reparaba una catana que alguien había dejado para encargo.

    Ben captó la mirada desconfiada de aquel hombre; ya le había ocurrido en otras ciudades, era de esperar que en Reya sucediese algo parecido. Caminó por el establecimiento hasta que uno de los cristales de las muchas vitrinas que allí se hallaban lo hizo detenerse. La reacción de aquel tendero ahora tenía sentido: había estado tanto tiempo absorto en su búsqueda que no se percató de su ropa. La camisa había perdido su color original y adquirido un tono amarillento, provocando un desagradable contraste con su blanca piel, sus anchos pantalones, los cuales le hacían parecer más grueso de lo que en realidad era, parecían haber pasado de moda hace años. Lo único de lo que parecía haberse preocupado era de su calzado; unas botas de cuero marrones en perfecto estado. Desvió la mirada del cristal y continuó su pequeña ruta por el local.

    De todos era sabido que la paz reinaba en Civik gracias a su política, algo que tenía muy en consideración. Tras la gran guerra cientos de años atrás, el ser humano se acercaba a la extinción; la eliminación paulatina de todas las armas de fuego dio lugar a una sociedad segura. Dentro de sus ciudades, cada habitante era formado desde niño en el uso de su reglamentaria, un arma conocida por los antiguos con el nombre de catana. La posesión obligatoria de dicha espada por todos y cada uno de los habitantes reforzaba la paz.

    —¿Puedo ayudarle? —preguntó el tendero.

    —Sí, disculpe, me he despistado con todas estas maravillas que tiene usted aquí. ¿Cuál es su nombre?

    —Mi nombre es John.

    Aquel hombre era diferente a otros de su profesión. A juzgar por su aspecto, no parecía superar la treintena de edad, su corta barba negra cubría a duras penas una cicatriz en su mejilla izquierda y un apretado moño recogía su oscuro cabello. Vestía el uniforme típico de los funcionarios de Reya: camisa blanca, chaleco azul oscuro y pantalones a juego con el chaleco.

    —Hola, John, mi nombre es Ben, encantado.

    —Bueno ¿y que se le ofrece?

    —Revisión obligatoria del arma reglamentaria.

    —Claro, déjela en el Anox, póngale esta etiqueta y pase mañana a recogerla.

    Ben siguió las indicaciones del tendero, introdujo su catana en el Anox y esta quedó automáticamente bloqueada. «Nunca me acostumbraré a esto», pensó mientras ataba la etiqueta a la empuñadura. El extraño artilugio con forma de paragüero alargado contaba con más de diez armas listas para ser reparadas. Caminó hacia el mostrador cuando algo llamó su atención. Si todas las tiendas de reparación en Civik estaban estructuradas de la misma forma y contaban con el mismo tipo de inventario, entonces, ¿qué hacía aquello ahí?

    —¿Qué es eso? —preguntó Ben, señalando un objeto del mostrador.

    El tendero sacó una pequeña caja metálica, la colocó sobre el cristal y abriéndola mostró su contenido.

    —¿Esto? No es nada, tan solo es un hobby, colecciono piedras. Me ha llevado años conseguirlas ¿sabe? Hay que separar las comunes de las extraordinarias, y créame, hay pocas que merezcan dicho título.

    —¿Cuánto tiempo hace que las colecciona?

    —No lo recuerdo con exactitud. ¿Desea algo más?

    —¿Puedo? —dijo Ben cogiendo una de las piedras; mirándola quedó absorto. Segundos después se recompuso y como si nada dejó el objeto en su lugar.

    »Esa piedra me ha gustado, sé que lo más probable es que no esté en venta, pero ¿cuánto pediría por ella?

    —Las piedras no están en venta —respondió el tendero mirándolo fijamente.

    —Muy bien, era de esperar, una pena. En fin, pasaré mañana a recoger mi encargo.

    —De acuerdo, tome su reglamentaria de sustitución. Hasta mañana —dijo John entregando el arma.

    Ben salió del local pensativo, las miradas del tendero no le preocuparon, podía intuir los pensamientos de aquel hombre al ver a un viejo desarrapado entrar a husmear en su tienda, pero había algo más, no era el hecho de tener que dejar su arma (que superaba con creces en calidad a la de sustitución), ya lo había hecho otras veces. Había descubierto algo, algo importante, algo que no debía dejar pasar. Después de un largo paseo, llegó a casa, un humilde apartamento a las afueras de Reya. En su interior un salón con una mesa redonda y dos sillas de madera; una pequeña cocina y una habitación. «Debo informar al campamento», pensó mientras se echaba en el viejo colchón de la habitación. Miró el escritorio con la intención de escribir, pero aún no tenía la certeza suficiente, el canciller era muy meticuloso y duro con los que daban información sin contrastar.

    John se detuvo a la entrada de uno de los locales de apuestas de la ciudad; Observó el cartel luminoso esperando como cada noche una reacción diferente, algo que le hiciese pasar de largo. Al entrar, hizo lo que a su juicio todo jugador experimentado debía hacer: repasar las reglas del juego. A menudo los encargados del local modificaban sutilmente las reglas para obtener mayores beneficios, el que no estaba al día, perdía. Se acercó a uno de los laterales de la puerta y leyó con atención:

    Solo sobre un tipo de juego están permitidas las apuestas dentro de este club, el llamado Tugia. El Tugia está basado en los juegos de dados que antaño existieron. La mecánica es la siguiente: Los participantes se sientan alrededor de una mesa con un puñado de dados y un cubilete. Cada uno, por orden, debe lanzar con el cubilete tantos dados como desee para llegar a sumar un total de 40 puntos, o al menos llegar lo más cerca posible a dicho número. Al finalizar la ronda cada jugador decide continuar y sumar el resultado a lo que ya tiene en mesa, o plantarse. Finalmente, las fichas apostadas en cada ronda pasan a ser del que mayor puntuación haya obtenido sin sobrepasar los 40 puntos. En caso de empate las fichas apostadas serán repartidas entre los ganadores. Suerte.

    Tras la lectura de rigor, caminó hacia la barra observando el lugar. Todo parecía estar como siempre: mesas de juego, una barra a la derecha con bebidas y al fondo dos puertas, una de ellas el aseo y otra cerrada en la que colgaba un cartel de privado. Una moqueta de color azul cubría el suelo del local. Estos locales estaban regulados por el gobierno, de modo que su cuidado y limpieza, entre otras cosas, eran primordiales.

    Una vez en la barra dejó su arma en la hendidura del Anox, bloqueándola.

    —¿Qué va a ser John? ¿Lo de siempre? —preguntó el barman.

    —Lo de siempre, Chan.

    —¿Nunca vas a cambiar? —preguntó Chan soltado una carcajada.

    —Tú ponme esa cerveza, no estoy de humor.

    —¿Y cuándo lo estás, señor cascarrabias? Aquí tienes.

    Con su jarra de cerveza en mano, anduvo por el local, pensativo, ¿Qué mesa elegir? Debía estudiar a los jugadores, las mesas y las apuestas. Los detalles eran importantes.

    —Hoy voy fuerte —dijo John acercándose de nuevo a la barra y haciendo un gesto con la mirada hacia la sala privada.

    —¿Estás seguro, John? no quiero problemas como la última vez —dijo Chan con mirada intensa.

    —Tranquilo, tú dame el pase.

    —Es tu dinero. Toma, que tengas suerte.

    Tras pagar el boleto se dirigió hacia la sala del fondo, había tenido una mala racha días atrás y esperaba poder recuperar las pérdidas.

    —Qué mala suerte, otra noche más me voy sin haber ganado una triste moneda—. Se lamentaba uno de los jugadores acercándose a la barra de la sala privada.

    —¿Una mala noche? —preguntó John más por cortesía que por mantener una conversación.

    —Es la tercera noche que salgo en pérdidas, a este paso nunca conseguiré salir.

    —¿Salir?

    —Salir de Reya, he oído que en Leda se vive mejor, sin preocupaciones.

    —¿Tú, en Leda? No me hagas reír —contestó entre carcajadas uno de los jugadores.

    —Sí. Lo verás… lo veréis, seré alguien importante en Civik.

    La mesa comenzó a reír y el juego se detuvo mientras los jugadores reían sin control. John observó al hombre con detenimiento, vestía una camiseta azul desgastada que acentuaba su aspecto juvenil. Sus pantalones anchos y sueltos añadían un toque relajado a su estilo. En los pies, unos zapatos marrones que mostraban señales de uso. Su complexión delgada pero atlética denotaba la vitalidad y energía propias de un joven, pues no debía tener más de unos veinte años de edad. «Un joven curioso, no le culpo por tener una meta», pensó.

    —Confórmate con lo que tienes chico, que no es poco. Peor estarías fuera de los muros de Civik, en el basto desierto, rodeado de criaturas espeluznantes dispuestas a todo por un poco de comida —dijo otro de los jugadores eliminado.

    —Eso son solo leyendas —respondió el joven.

    —Leyendas o no, tu ciudad es Reya, quítate de la cabeza la idea de ir a Leda.

    —¡Jamás!

    —No soy tu padre, chico, ni pretendo serlo. Si tan obsesionado estás, hazlo pronto y líbranos de tu estupidez.

    La mesa volvió a reír, mientras el chico se enfurecía, impotente.

    John, dirigiéndose al joven tomó la palabra con resignación buscando la manera de acabar con la conversación.

    —Chico, ninguno de los que estamos aquí ha vivido la gran guerra que acabó con el mundo hace cientos de años y que nos ha llevado a estar donde estamos, aunque la tenemos en mente. Deberías hacer lo mismo. Esta metrópolis es lo único que tenemos, la raza humana está en la ultimas, ¿y quieres largarte de Reya? Acción que, por cierto, va contra la ley. Cada habitante puede vivir solo en una ciudad. Salvo algunos casos especiales. Un consejo, chico: no gastes tu tiempo y tu dinero en pagar a estafadores que te prometerán salir de Reya a una ciudad mejor.

    —Saldré, lo veréis —dijo el joven entre sollozos al tiempo que abandonaba la sala.

    El turno de John había llegado, una nueva partida comenzaba. Con un poco de suerte saldría de allí con una cantidad considerable de monedas. Puso su atención en todos y cada uno de los jugadores, el estudio del oponente era clave. Aunque el juego era puro azar, en ocasiones se podía distinguir a los más atrevidos de los más conservadores, y ese era un punto importante a tener en cuenta. Tres hombres y una mujer serían sus rivales. Uno de los jugadores llamó su atención en particular debido a su inusual apariencia: vestía una camisa, chaqueta, pantalones y botas que combinaban perfectamente con su aspecto. Su cabello liso y color carbón, caía elegantemente sobre sus hombros. La pálida piel de aquel hombre aportaba un contraste llamativo con el oscuro tono de su ropa. Sus ojos de color verde resaltaban aún más su apariencia.

    La partida se alargaba. A la mesa, el hombre de negro, la chica y él. La suerte parecía favorecerle por el momento, pero, para su sorpresa, la mujer se retiró tras una jugada un tanto arriesgada, perdiéndolo todo ante aquel hombre. A su juicio, la reacción no tenía sentido, poseía más fichas que él, había ido por delante toda la partida. «¿Se habrá arriesgado adrede?», pensó. La chica había jugado con cautela todo el tiempo, ¿por qué arriesgar ahora? No tenía sentido. Se obligó a no pensar en ello y centrarse en la partida, sea como fuere, ahora aquel hombre tenía más fichas que él y eso lo ponía en una situación problemática. El hombre de negro lanzó su apuesta y arrastró todas sus fichas al centro de la mesa, John sabía que no podía igualar la apuesta, solo esperaba que aquel hombre, con el ánimo de continuar el juego, le dejase apostar sus fichas, de lo contrario el juego terminaría y, aunque había ganado ya un número aceptable, no era suficiente. Puso sus fichas al centro de la mesa.

    —Insuficiente —dijo el hombre de negro con una sonrisa.

    «Parece que no quiere seguir», pensó John mientras colocaba en el centro de la mesa todo lo que le quedaba en los bolsillos.

    —Vale, de acuerdo, dejémoslo ahí, te lo acepto, ahora tengo curiosidad —dijo el hombre de negro observando los objetos que John había añadido a su apuesta.

    Ambos lanzaron sus dados.

    »Una lástima, espero que tengas más suerte la próxima vez —dijo al tiempo que recogía su botín de la mesa de juego.

    John no podía creerlo, ¡había estado tan cerca! La suerte no estaba con él aquella noche. Mientras se lamentaba, observó la mesa, algunas de sus piedras coleccionables habían sido apostadas. «Maldición, olvidé que las llevaba».

    —Esas piedras no entraban en la apuesta. No tienen ningún valor. Devuélvemelas.

    El hombre miró a John con sonrisa arrogante.

    —No, lo siento, la verdad es que me han gustado, me las voy a quedar. Si quieres un consejo, dedícate a otra cosa porque este juego no es lo tuyo.

    John frunció el ceño, en otro tiempo se las habría arrebatado sin pensarlo.

    —Bueno… lo acepto, pero ¿podría saber el nombre del hombre que me ha desplumado?

    —Larek.

    —Espero que nos veamos pronto, Larek.

    —Claro, ya sabes dónde encontrarme. ¿Su nombre?

    —John.

    —Encantado, John, y más suerte la próxima vez —dijo Larek mientras salía por la puerta de la sala reservada.

    La jornada llegaba a su fin y John no podía dejar de pensar en lo sucedido la pasada noche en la casa de apuestas. Cada vez que visitaba aquel lugar, al día siguiente se arrepentía de haberlo hecho, pero esta vez era diferente: había apostado por error algunas de sus piedras, cosa que le dolía aún más que el dinero que perdió.

    Pese a habérsele concedido hacía ya unos años el privilegio de formar parte de la gran Civik como uno más de sus habitantes, no lograba acostumbrase a la vida intramuros. La disciplina, el orden y la civilización eran difíciles de asumir para alguien que había vivido gran parte de su vida ajeno a esos conceptos. John miró el Anox, todas las armas habían sido recogidas por sus dueños excepto una. «¿Dónde se habrá metido el anciano?».  En ese instante, Ben entró en el local con recelo.

    —Buenas tardes, disculpe la tardanza.

    —No se preocupe, puede recoger su arma.

    —Se lo agradezco —dijo Ben acercándose al mostrador. Entregó el arma de sustitución a John y cogió su catana. Desenvainándola dio varios tajos al aire, acto seguido la giró a ambos lados mientras observaba la hoja—. Le ha quedado muy bien, le felicito, es usted bueno.

    —Gracias —respondió el tendero, sorprendido por la destreza del anciano.

    Ben dirigió la mirada hacia la zona del mostrador donde se encontraban las piedras, pero no vio nada, habían desaparecido, supuso que, como él, otros preguntarían por ellas y decidió retirarlas. La situación se complicaba, no estaba seguro de la veracidad de aquellas piedras, debía ser constante y ganarse el favor de aquel hombre, no obstante, probaría suerte una vez más.

    —¿Aún tiene esas piedras? Le he estado dando vueltas y… bueno… me he encaprichado de una de ellas y estaría dispuesto a pagar una gran suma por ella. Soy un hombre con muchos recursos, de modo que no sería problema. Póngale un precio y se la compraré —dijo Ben mirando a John con seguridad.

    En cualquier otra circunstancia jamás se hubiese planteado la venta de cualquiera de sus piedras, la recolección de piedras era el único recuerdo que le quedaba de su familia. A menudo solía acompañar a su madre en busca de los guijarros más extraños y preciosos, pero la situación le era desfavorable, y por encima todo estaba la supervivencia, si no pagaba su deuda estaría en problemas.

    —La verdad es que me vendría muy bien el dinero, y con gusto se la vendería, pero ya no la tengo.

    —¿Qué ha ocurrido?

    —La perdí la pasada noche al Tugia junto con algunas más de mi colección. Aún no sé cómo perdí.

    —Ah, es una lástima. ¿Y no se puede hacer nada?

    —Tal vez haya un modo.

    —Tiene toda mi atención.

    —Usted paga mis deudas mas un incentivo y yo le ayudo a conseguir su preciada piedra.

    Se había topado de lleno con un jugador de Tugia, eso podría complicar las cosas.

    —Me parece justo. ¿Y cómo lo hacemos?

    —Pero aún no le he dicho a cuánto asciende mi deuda.

    —El dinero no es un problema.

    —Vaya, me alegra oír eso. Ha dicho que es un hombre con recursos, ¿cierto?

    —Así es.

    —Bien, tengo una idea que quizá pueda funcionar. Si le interesa, quédese. Cerraré en unos minutos y podremos hablar.

    Capítulo 2

    La hora había llegado y Ben esperaba con expectación. El tendero cerró el local desde dentro. Tenía un plan, un plan que podría dar resultado. No era la mejor idea que había tenido, pero era la única, un último intento de recuperar lo que había perdido.

    —¿Conoce el juego del Tugia?

    —Sí, lo conozco —dijo Ben.

    —Pues espero que se le dé bien. Me explico. Un mal nacido me ganó ayer y tengo la sospecha de que utilizó algún tipo de truco, pero eso ahora no importa. La única forma de recuperar la piedra es volviendo a la casa de juego y ganar.

    Ya tenía la información, ese hombre había perdido la piedra, ya no era relevante, ahora sabía dónde encontrarla, podía recuperarla a su modo, pero si quería hacerlo sin levantar sospechas, el plan de John no estaba del todo mal.

    —Hagámoslo pues, pero ¿y si el hombre no aparece? —preguntó Ben.

    —Aparecerá.

    Tras abandonar el local, Ben siguió a John hacia la casa de apuestas. Nunca había conseguido acostumbrarse a ese tipo de sitios, alcohol y juego, una peligrosa combinación o una muy buena si lo que quieres es sacarles el dinero a unos pobres desgraciados.

    —Deja que hable yo —ordenó John con voz tajante.

    —Ben hizo un gesto de aprobación con la cabeza mientras acompañaba a John hacia la barra.

    —Hola, John. ¿Otra vez de vuelta? ¿No tuviste suficiente ayer? —preguntó Chan con una sonrisa.

    —Disfrutas con esto, ¿verdad?

    —No te imaginas cuánto.

    —El hombre de ayer… ¿Está aquí?

    —Tan amable como siempre. ¿El que te dejó seco? Sí, lleva ya un rato en la sala privada.

    —Perfecto, dame un boleto.

    —¿Estás seguro, John?

    —¿Ahora te preocupas por mí? Dame el boleto, y otro para mi amigo.

    Había acumulado una deuda que no podía pagar, si el plan no tenía éxito se vería en problemas. Pese a estar reguladas por el Estado, las casas de apuestas eran los locales con mayores beneficios de la ciudad, exprimían hasta la última moneda de quienes los frecuentaban.

    —Ahí está —dijo John haciendo un leve gesto con la cabeza hacia la mesa donde se encontraba Larek.

    —No perdamos tiempo —respondió Ben acercándose con decisión a la mesa.

    Al cabo de unas horas y para su sorpresa, Ben había conseguido ponerse en cabeza. A Larek no le quedan muchas opciones, sus fichas se terminaban. John quedó impactado con la facilidad del anciano para ganar manos, pese a que era una cuestión de suerte parecía como si supiese en todo momento qué hacer. Para cuando se quiso dar cuenta había ganado la partida, el plan seguía su curso, Larek lo había perdido todo, era el momento de hacer que apostase las piedras que perdió.

    —¿Cómo es posible? Tienes mucha suerte. Hoy has traído a un amigo, ¿eh, John? Bien jugado, eso no me lo esperaba —dijo Larek levantándose de la mesa de juego.

    —Aún puedes reengancharte —contestó John.

    —Imposible, no me queda nada.

    —¿Aún tienes esas piedras que me ganaste? Con eso valdría para igualar todo lo que te hemos ganado. Todo o nada. ¿Qué dices?

    —¿Las piedras?

    Larek rompió a reír ante la mirada de confusión de John. No podía entender a qué venían esas carcajadas, la oferta le beneficiaba sin duda.

    —No tienes idea, ¿verdad?

    Tras escuchar las palabras de Larek, Ben dio el plan por perdido; sus sospechas se confirmaban.

    —Es un trato más que justo —respondió John.

    —¿Más que justo? No me hagas reír. Estas piedras valen infinitamente más de lo que un tendero como tú ganará en su miserable vida. No, John, las piedras se quedan conmigo, conformaos y marchaos a casa.

    John, asombrado, miró a Ben.

     —¿Qué hacemos ahora? —susurró.

    —Tranquilo. Lo hemos hecho a tu modo y no ha funcionado, ahora probaremos a mi manera —respondió Ben.

    «¿Cómo he llegado a esto?», pensó John. Había abandonado la casa de apuestas y ahora, en aquel callejón, oculto entre contenedores, esperaba instrucciones de un desconocido. No era propio del él. El viejo no había sido claro con el plan, aunque poco le importaba, solo deseaba que saliese bien o de lo contrario tendría que hacer frente a su deuda. Las fichas ganadas a aquel hombre esa noche no eran suficientes, debía asumir el riesgo. Si el viejo no se hacía con aquella piedra, no recibiría el pago. Podía ver a Ben al otro extremo del callejón caminando en círculos. Minutos después, Larek apareció con paso enérgico. «¿Cómo sabía que pasaría por ahí?», pensó mientras esperaba la señal de Ben.

    —Perdone, buen hombre ¿Puede ayudarme? No encuentro mis gafas —dijo Ben acercándose a Larek.

    —¡Apártate de mí, viejo! —gritó el hombre de negro propinándole un empujón—. ¿No me has quitado ya suficiente? Suerte tienes de que no te mate aquí mismo y me quede lo que es mío. Pero las reglas del juego son claras y las respeto. ¡Largo de aquí!

    John, incrédulo ante tal situación, decidió esperar y ver el desarrollo de los acontecimientos. El viejo no parecía ser un hombre común, tenía algo que le inquietaba con su forma de empuñar el arma, de moverla. Sentía curiosidad.

    —No hay respeto por las personas mayores —dijo Ben, dando la espalda a Larek. En ese momento, ambos se alejaron en direcciones opuestas. El anciano caminó hacia la posición de John, sacó de su bolsillo una piedra y mostrándosela en la distancia avanzó hacia él. A los pocos segundos, Larek detuvo su marcha percatándose de que su bolsa había desaparecido, y, girándose, observó a John y Ben que andaban con rapidez hacia el final de la calle.

    —¡Alto! —gritó mientras corría hacia ellos—. ¿Creéis que soy estúpido? Devolvedme lo que me habéis quitado o no saldréis de aquí con vida.

    John observó cómo Larek situaba la mano en la empuñadura de su arma. Le sorprendió la importancia que parecían tener para aquel hombre esas piedras; había algo que se escapaba a su conocimiento. Si solo eran piedras coleccionables, ¿por qué arriesgar tanto por ellas? Estaba claro que tenían valor, mucho valor.

    —Perdone si le he molestado, señor —interrumpió Ben.

    Segundos después el hombre de negro quedó paralizado, como si su mente se hubiese ido a otro sitio, la mirada perdida.

    —¡Aparta viejo! —gritó Larek volviendo en sí.

    —Tranquilo, seguro que es un malentendido —apuntó John.

    —Silencio tendero, no intentes desviar mi atención, devolvedme lo que es mío, es el último aviso —dijo Larek mientras se preparaba para desenvainar.

    —Tranquilo hombre, solo es un anciano. ¡Mira, ahí está! —gritó John señalando la bolsa caída en la calzada.

    Larek, girándose, observó el lugar indicado.

    —Tienes razón, disculpad.

    En ese instante, un sonido proveniente del arma de Larek alertó a John. Raudo, el tendero echó mano a la empuñadura de su arma. Las intenciones de aquel hombre estaban claras, recuperaría las piedras a cualquier precio. Debía hacer algo de inmediato o sería demasiado tarde. Tras desenvainar su reglamentaria, Larek se giró y asestó un golpe horizontal. John bloqueó el ataque con rapidez mientras parte del arma continuaba aún en el interior de la vaina. «Es rápido», pensó.

    —Crees que soy estúpido —dijo Larek tratando de empujar a John.

    Debía alejarse de él, aún no había podido desenvainar por completo el arma, estaba en desventaja. Cogió impulso echándose atrás y retiró la vaina con rapidez.

    —Échate a un lado —ordenó John al anciano, que permanecía inmóvil junto a él.

    Ben, alejado de la lucha, observaba con expectación cómo John y Larek intercambian golpes. El tiempo corría. Al desenvainar, los comunicadores de ambas armas habían dado la alarma, la guardia de la ciudad no tardaría en llegar. Quedó sorprendido con la decisión de aquel hombre de utilizar su arma. Dotadas de un sistema de alarma por desenvaino y portadas por todos y cada uno de los habitantes de las ciudades, las catanas constituían un instrumento disuasorio para los que pretendiesen cometer algún tipo de delito por la fuerza. Con todo, el sistema funcionaba, y la seguridad y la paz reinaban en Civik.

    —¿Quieres seguir, tendero, o me vais a dar lo que es mío?

    Hacía tiempo que John no disfrutaba de un buen combate, y aunque sabía que lo mejor era darle lo que pedía, no podía evitar continuar. Avanzó hacia Larek y asestó un golpe vertical que fue bloqueado sin demasiados apuros por su enemigo. El sonido de las sirenas comenzó a oírse en la distancia. John deslizó el filo de su arma hasta la empuñadura del arma de Larek, hiriéndole en la mano. La lucha continuaba mientras la guardia se acercaba cada vez más. Ambos volvían a estar catana con catana, pero algo extraño sucedió: la hoja del arma de Larek comenzó a brillar en un tono rojizo. John sintió el calor proveniente del arma de aquel hombre, lo que le obligó a retroceder. En ese instante el hombre de negro echó a correr, ocultándose entre las sombras. Miró a Ben desconcertado, no podía creer lo que había ocurrido, pero no era tiempo de preguntas. Ambos corrieron por las calles laterales huyendo del sonido cada vez más intenso de las sirenas.

    Lían caminaba hacia la zona del conflicto, había recibido la señal de alarma desde la estación, algo poco común en los tiempos que corrían. Dos sujetos habían desenvainado sus armas. La respuesta había sido rápida como siempre, apenas unos minutos tras el aviso. Esperaba hallar a los culpables aún en conflicto, pero se sorprendió al ver que el lugar había quedado desierto.

    La corbata le ahogaba y el flamante traje blanco le oprimía el cuerpo. Debía mantener la calma, centrarse en su trabajo, en que todo saliese bien, pues la recogida de pruebas era la parte más importante de la investigación. Se detuvo a observar el despliegue de sus hombres, como de costumbre.

    —Señor. Hemos encontrado sangre en la escena —dijo uno de los guardias.

    —Precinten por completo el callejón —ordenó el oficial.

    Encontrar sangre en la escena de un aviso por desenvaino no era para nada común. En sus años como miembro del cuerpo de seguridad de Reya, podía contar con los dedos de una mano las veces que se había dado el suceso. Era evidente que debía descartar el desenvaino por accidente. Se trataba como mínimo de una agresión, ya que por el momento no había cadáver.

    Dos grandes focos situados a ambos extremos iluminaban cada rincón del callejón al tiempo que sus hombres, vestidos con uniforme militar blanco y guantes, peinaban la zona en busca de pruebas. Pasados unos minutos, decidió pasear por la zona en busca de alguna pista que pudiera ser útil. Pese a tener un equipo a su disposición, no podía evitar implicarse personalmente en cada caso, tal vez por eso muchos de sus compañeros le tenían en alta estima, aunque poco le importaba, ya que el deber de servicio a la ciudad de Reya, su ciudad, era lo primero.

    Pese a que había conseguido huir con las piedras, John no había quedado satisfecho con el resultado ya que la Guardia de Reya era muy meticulosa y concienzuda con las investigaciones y eso podría traerle problemas, pero no era el momento de pararse a calcular beneficios, pérdidas o situaciones desfavorables; debían alejarse todo lo posible del lugar del incidente.

    —Esperemos que esto pronto quede en el olvido, procura no llamar la atención a partir de ahora y todo irá bien. Vamos a mi casa, te doy tu dinero y nos olvidamos de esto —dijo Ben.

    —Me parece justo.

    Tras un largo camino por las oscuras calles de Reya, el anciano se detuvo. Con nerviosismo rebuscó en su bolsillo sacando una llave metálica, y abrió la puerta del edificio invitándole a pasar.

    Estaba claro que aquel viejo ocultaba algo. Las preguntas surgían una tras otra. ¿Por qué no le ayudó en la lucha con Larek? Aquel hombre podría haberlo matado y, sin embargo, no hizo nada. Le dijo que era un hombre con muchos recursos, pero vivía en la zona más pobre de la ciudad. Había algo que no encajaba. Decidió estar alerta, aquel anciano podría ser peligroso aunque pareciese inofensivo, la experiencia le había enseñado a no fiarse de las apariencias. Solo esperaba obtener su pago y no volver a ver a aquel hombre.

    Una vez en el interior de apartamento, Ben dejó su arma sobre una de las sillas del pequeño salón.

    —Toma asiento y ponte cómodo, iré por tu dinero.

    Parecía que todo iba según lo previsto, cogería el dinero y se marcharía. Por otro lado, y pese a las dudas, la curiosidad le invadía de igual modo. ¿Qué ocurrió con el arma de ese tal Larek?, ¿Por qué son tan importantes las piedras para Ben? Sabía que debía obviar esas preguntas y marcharse con el dinero, pero su instinto le decía que algo no iba bien, y este jamás le había fallado.

    —Aquí tienes, espero que esté todo correcto —dijo Ben, dejando una bolsa de piel en el suelo del salón.

    Al abrir la bolsa, John quedó impresionado.

    —Aquí hay más de lo que habíamos pactado —dijo.

    —Así es. Es un pequeño incentivo por las molestias que te haya podido ocasionar. Si la guardia da contigo podrás pagar la multa sin problemas y seguir con tu vida.

    —Solo una cosa. ¿Viste como yo lo que sucedió en el callejón?

    —¿A qué te refieres?

    —Esa luz… el calor… No era natural.

    —Te daré un consejo, muchacho: coge el dinero y no hagas preguntas, sigue con tu vida y no vuelvas a las apuestas —respondió Ben con tono serio.

    Las palabras de aquel anciano le parecieron más una orden que un consejo.

    —Siento curiosidad, nada más. Sé que sabes más de lo que dices. ¿Qué está ocurriendo?

    Sabía que aquel hombre no se marcharía si no obtenía una respuesta. Había conocido a otros como él, jugadores empedernidos con un alto grado de curiosidad. Sea como fuere debía darle algo, o no se marcharía. El tiempo corría en su contra, no podía permitirse perderlo en una discusión que no llevaría a nada, John debía salir de allí cuanto antes o también correría peligro. Sin duda podría inventar una historia para saciar su curiosidad, pero había demostrado ser un buen luchador. Decidió no ocultar la verdad, si John aceptaba la historia tal vez podría reclutarlo, de lo contrario solo tenía que utilizar la piedra para hacerle olvidar todo lo ocurrido y, aunque sus efectos fuesen temporales, para cuando volviese a recordar él ya estaría lejos, sin contar que nadie en su sano juicio le creería.

    —Siéntate, porque lo que te voy a contar te va a parecer una locura —dijo Ben.

    —¿Y qué no lo es hoy día? —respondió John cogiendo una de las viejas sillas de madera que se encontraban en el salón.

    Ben tomó asiento en la única silla libre que quedaba en la sala.

    —De acuerdo, ¿qué deseas saber?

    Ante la pregunta de Ben John sintió aún más curiosidad, era evidente que había mucho más de lo que él pudiese alcanzar a preguntar. Sabía que la curiosidad, junto a su afición al juego, era uno de sus mayores defectos, aunque en ocasiones podía convertirse en virtud, o eso quería pensar.

    —Todo, viejo, quiero saberlo todo.

    —¿Todo? ¡Podríamos estar días! Trataré de sintetizarlo, y, si sigues interesado, entraremos en detalles. En cambio, si no lo estás, seguirás con tu vida.

    John se frotó la barba mirando a Ben fijamente. No era una mala idea, ya que pese a la curiosidad no podía permanecer toda la noche en aquel lugar.

    —De acuerdo.

    —Mucho antes de la creación de Civik, incluso antes de que el ser humano pisase esta tierra, hace cientos de miles de años, existía otra raza.

    —¿Antes del ser humano?

    —Así es, la historia oficial, la historia que todos conocen, cuenta que hubo una guerra entre los hombres hace cientos de años que devastó el mundo sumiéndolo en el caos. Como consecuencia, los bosques desaparecieron casi por completo, los ríos se secaron, el aire quedó viciado. Todos los avances del ser humano reducidos a la nada.

    John asintió lentamente.

    —Bueno, hay parte de verdad en ello, no lo voy a negar. Si investigas un poco, y te invito a que lo hagas, no encontraras en las bibliotecas de ninguna de las ciudades de Civik apenas unas páginas más sobre el tema. Tal vez algún detalle sobre las mencionadas guerras, sobre cómo se llegaron a secar los ríos o sobre por qué se tomó la decisión de construir Civik. Datos irrelevantes en una historia que mezcla verdad con mentiras.

    El viejo tenía razón, poca información se podría encontrar sobre el tema en cuestión, pero de ahí a que fuese falsa había un abismo. Se interesó por la historia alternativa del viejo, fuese verdad o no sentía de nuevo curiosidad.

    —¿Cuál es la verdadera historia a tu juicio?

    —¿A mi juicio? La historia es la que es, chico, no hay juicio que valga. Continúo, no quiero pasarme la noche discutiendo. Como ya he dicho, existía una raza anterior al hombre, los Xanah. Poco sabemos sobre ellos con certeza, salvo que eran pacíficos. Muchas eras pasaron hasta el nacimiento del ser humano. El afán de conquista y poder por parte de nuestra raza relegó a los Xanah a una pequeña parte del mundo. Durante siglos hubo una especie de convivencia entre ambos, hasta que, sin saber cómo, entraron en guerra, una guerra que duró años, una guerra que borró del mapa a los Xanah. Poco después surgieron estas piedras.

    —A ver si lo he entendido. ¿Dices que lo que cuentan los libros de Historia sobre la gran guerra entre la raza humana no fue entre ellos, sino contra los Xanah?

    —Así es —contestó Ben.

    —¿Y qué tienes tú que ver en toda esta historia?

    —Verás, John. Yo pertenezco a la orden de los kíe, encargados de recolectar y proteger las piedras de quieres, digamos, las quieren utilizar de forma perversa.

    —Ese hombre, en el callejón, estaba dispuesto a matar o morir por ese montón de piedras —dijo John.

    —Así es, John. Esas piedras otorgan poder a quien las posee.

    —De acuerdo, ya he escuchado suficiente, ha sido una bonita historia, muy elaborada. Si querías que me marchase solo tenías que decirlo, no era necesario hacerme perder el tiempo con historias estúpidas.

    —No olvides tu dinero.

    —¿Y ahora? Larek, la Guardia de Reya… ¿Irán a por mí?

    —No te preocupes por la guardia de la ciudad, continua tu vida, cabe la posibilidad de que den contigo y te veas obligado a pagar una multa, pero, como te dije, en la bolsa hay suficiente.

    —Perderé mi trabajo. Un funcionario no puede tener antecedentes.

    —Eso es algo que tendrás que solucionar por ti mismo.

    —¡Maldita sea, viejo! ¿Y qué hay de Larek?

    —No te preocupes por él.

    Su deuda estaba saldada, pero el precio a pagar había sido muy alto: perdería su trabajo, su vida, tendría que empezar de nuevo. Tomó aire, cogió la bolsa y se dispuso a salir del apartamento.

    Ben retiró una de las piedras de la pequeña mesa del salón y, colocándola en su mano, la observó con detenimiento. El objeto comenzó a brillar y se elevó unos centímetros en el aire. Acto seguido, salió como un proyectil hacia John, que se encontraba a pocos metros, y, sin que pudiese reaccionar, la piedra impactó en su cuerpo.

    Capítulo 3

    Se detuvo a las puertas del hotel, sacó un pañuelo negro de su bolsillo y, doblándolo, lo enrolló en su mano. Pese a que no era un corte profundo, la sangre goteaba sin parar.

    —Buenas noches, ¿está lista mi habitación? —dijo Larek.

    —Sí señor, como siempre —respondió el recepcionista con desconfianza.

    —¿Algún problema?

    —Ninguno, señor. Aquí tiene su llave, espero que pase una buena noche.

    Le frustraba la idea de tener que pagar la habitación. Sabía que Sophie estaba detrás, solo una orden suya y no volvería a pagar nunca más. Ella siempre lo había odiado, lo odiaba por ser lo que era, parecía estar diseñada para amargarle su segunda existencia. Descartó ese pensamiento, sabía que no había nada que hacer, su relación con Sophie nunca cambiaría. «Envidia», pensó mientras entraba en la habitación. Aprovechó para cortar la hemorragia de su herida. Aunque le traía sin cuidado su estado, no podía ir por ahí cubriéndolo todo de sangre. Elaboró un vendaje con algunos de los materiales del botiquín de la habitación para sustituir al improvisado. Sentado en la cama notó cómo el colchón se ajustaba, había estado en hoteles de todas las ciudades de Civik y aquel, sin duda, tenía los mejores colchones.

    Un débil rayo de sol atravesó los grandes ventanales, despertando a Larek. Le esperaba un largo viaje y debía estar preparado. Retiró el vendaje ensangrentado y observó cómo la herida había sanado por completo. Involucrarse en peleas callejeras no era algo frecuente en él, pero la situación lo requería, no podía dejar que esos dos se saliesen con la suya. «Al señor Assis no le va a gustar», pensó.

    Tras haberse vestido, entró en el aseo y rebuscó en los cajones junto al lavabo. «Espero que esto funcione», pensó mientras sacaba un bigote postizo; retiró la cinta plastificada, se lo colocó y, mirando al espejo, lo ajustó lo mejor que pudo. La Guardia de Reya era concienzuda en sus investigaciones, a estas alturas ya tendrían sus datos completos enviados desde su catana a la central en el momento del desenvaino. Debía cambiar de identidad; caminó hacia uno de los armarios de la habitación y abriéndolo sustituyó su arma por la que se encontraba en su interior. Debía darse prisa o llegaría tarde. Bajó hasta el vestíbulo, y tras despedirse de la recepcionista abandonó el hotel.

    Subido en su vieja motocicleta, colocó el arma en su espalda y puso rumbo a la ciudad de Leda; la ciudad más lujosa de Civik. Intelectuales, científicos y políticos conformaban la mayor parte de su población. Encontraba divertidos los viajes a aquella ciudad, la moda, así como sus gentes, le parecían graciosas; sus ropajes estrafalarios siempre conseguían sacarle una carcajada, sobre todo aquellos que vestían túnicas blancas.

    Los viajes por Civik siempre eran tranquilos, la escasez de vehículos y la amplitud de sus carreteras facilitaban el movimiento entre ciudades; se acomodó en su motocicleta y aumentó la velocidad.

    Tras varias horas de viaje, detuvo el vehículo frente al gran muro de hormigón que separaba ambas ciudades; alzó la vista tratando de vislumbrar el final de aquella estructura, la cual extendía su altura hasta perderse. Todas y cada una de las ciudades se encontraban rodeadas por estos muros que hacían de separación entre unas y otras. Leda, al ser la capital, se hallaba en el centro; a su vez, un gran muro exterior las aislaba de la gran llanura. Según tenía entendido, tras la gran guerra la raza humana se enfrentaba a la extinción, así, Civik fue construida con el propósito de establecer un asentamiento donde poder protegerse de los peligros externos.

    Apagó el motor, bajó de la moto y anduvo hacia el puesto de control. Siempre le había sorprendido que, pese al índice tan bajo de delitos, la seguridad en algunos puntos de las ciudades fuese tan estricta. Observó su entorno. Sabía que no tenía nada que temer, pero no podía evitar estar alerta. Un vehículo militar se hallaba estacionado junto al puesto fronterizo, donde reconoció a cuatro guardias vestidos con ropa militar blanca, dos de los cuales comenzaron a andar hacia él. A ambos lados del puesto se erigían dos grandes torres vigía de hormigón y metal.

    —Buenos días, señor. ¿Cuál es el motivo de su viaje? —preguntó uno de los guardias.

    —Negocios —respondió Larek.

    —De acuerdo, entrégueme su arma si es tan amable.

    —Por supuesto —dijo Larek al tiempo que retiraba su arma del cinto.

    Uno de los guardias sacó un pequeño utensilio ovalado y acercándolo a la empuñadura esperó.

    »¿Va todo bien?

    Tras escuchar un leve pitido, otro de los guardias miró su tablet.

    —Todo en orden, adelante.

    El agente levantó el brazo y dio la señal a sus compañeros. La gran puerta metálica incrustada en el muro comenzó a abrirse mientras Larek montaba de nuevo en su vehículo.

    Pese a que había visitado la ciudad en numerosas ocasiones, ésta no dejaba de maravillarle, pues Leda producía ese efecto en las personas que la visitaban. Calzadas adoquinadas de diferentes colores, grandes edificios hechos de todo tipo de materiales, unos metálicos con adornos de cristal y otros de pura chapa plateada. Torres gigantes de más de cien pisos de altura, así como estructuras de una sola altura que imitaban antiguas construcciones griegas. Todo ello adornado con enormes y frondosos jardines compuestos de vegetación variada, estanques y esculturas talladas en piedra. Podría sentir el cambio de ritmo, la vida en Leda era más pausada que en las demás ciudades, el alto estilo de vida daba tranquilidad a sus habitantes.

    Tras varias horas de viaje, veía cerca el destino. Nunca le gustaron los viajes largos y ahora parecía no hacer otra cosa. A pesar de que estaba en movimiento, el trayecto era como una larga espera para él. Aparcó su motocicleta cerca del edificio del consejo; un edificio cuya estructura emulaba los antiguos templos griegos. Columnas de estilo dórico, multitud de escalones a su entrada, cristaleras en los laterales y múltiples detalles que, unidos a la arquitectura moderna de Leda, daban forma a aquel impresionante edificio. En el momento de la construcción de cada una de las ciudades que componían Civik, Leda fue elegida como la principal y más destacada de las cuatro. Bajo su punto de vista, le era cuanto menos curiosa la decisión de emular antiguas etapas arquitectónicas para unirlas en una única ciudad. Cada vez que visitaba Leda, quedaba sorprendido por la armonía que generaban los diversos tipos de edificios y carreteras. La Historia del ser humano representada en una ciudad. El Palacio del Consejo era una de las construcciones más importantes de Civik, en él se tomaban la mayor parte de decisiones, las cuales afectaban a todas las ciudades que la componían. Esta sería la primera vez que entrase en aquel edificio, hasta el momento el señor Assis se había reunido con él fuera del mismo. «Debe ser algo de gran importancia», pensó. Tras cruzar la puerta principal, quedó impresionado: suelos de mármol blanco, amplias salas a derecha e izquierda, todo ello adornado con múltiples detalles dorados. Al otro extremo de la gran sala principal se encontraba una escalera de mármol que conducía a los pisos superiores, ésta estaba dividida en dos secciones que permitían la subida tanto si venías del ala este como de la oeste.

    Subió las escaleras mientras observaba todos y cada uno de los detalles que la componían. Al llegar al primer piso tomó asiento y esperó en uno de los sillones de piel situado en el pasillo. Al cabo de unos minutos, Larek agitaba su pierna impaciente, nunca le había gustado esperar; aunque empezaba a acostumbrarse a ello, sabía que jamás podría asimilarlo por completo. La puerta situada a su derecha se abrió de repente y varios de los miembros del consejo salieron debatiendo sobre asuntos políticos, parecía que había tenido lugar una de las reuniones de las que el señor Assis era partícipe. Decidió esperar.

    —Hola, Larek, no te esperaba tan pronto. Por tu apariencia, deduzco que te has vuelto a meter en líos —dijo el miembro del consejo acercándose.

    —Si… No…Traigo información, señor —dijo Larek con nerviosismo.

    —Ven, acompáñame, hablemos —respondió Assis mientras avanzaba hacia una de las estancias de la planta—. Toma asiento —dijo el consejero acomodándose en el sillón de su escritorio.

    Larek observó la sala con detenimiento, un amplio despacho digno de un miembro del consejo. Ignoraba el estado del resto, aunque sospechaba que habría similitud en todos ellos. Una gran mesa de madera maciza, un par de sillas de madera tallada forradas en piel, estanterías con multitud de libros a ambos lados de la sala y un gran ventanal con vistas a la ciudad daban forma al gran despacho.

    Bonito atuendo —dijo Larek sentándose en una de las sillas.

    En todas las reuniones que había tenido con el consejero, jamás lo había visto con esa vestimenta. Le pareció poco práctica para la lucha, aunque, por otro lado, el trabajo del consejero no tenía que ver con eso. Como tapadera para guardar las apariencias no estaba mal: lucía un impecable traje negro con camisa blanca. Sus zapatos negros estaban perfectamente cuidados, y sus manos, enfundadas en guantes de cuero, añadían un toque de sofisticación. Un atuendo elegante para una persona elegante. Solo su bastón seguía siendo el mismo. El consejero acostumbraba a ocultar su arma reglamentaria en una vaina un tanto peculiar que no era una vaina al uso, sino que parecía más bien una especie de bastón negro con tintes granates.

    —Vamos al grano, me ha llegado información sobre ciertos individuos y unas piedras —dijo el consejero recogiendo su blanco pelo en una coleta.

    —Verá, señor, de eso quería hablarle ahora que saca el tema.

    —No me llames así, sabes que no me gusta.

    —Como quiera. Le explico. He encontrado otra de las piedras, la tenía en mi poder, pero me asaltaron dos hombres y tuve que huir ante la llegada inminente de la Guardia de Reya.

    —Supongo que ahora ellos tienen la piedra.

    —Así es.

    —Has hecho bien en venir, esto es lo que vas a hacer: vas a volver a Reya.

    —Pero…

    El consejero apenas daba información acerca de las misiones, era un hombre a su parecer reservado y con una extrema obsesión por la seguridad. Aunque algo más de información podría ayudarle, jamás cuestionaría la decisión de Assis de no hacerlo.

    —No me interrumpas, no me gusta —contestó Assis con autoridad.

    —Disculpe.

    —Vas a volver a Reya y vas a vigilarlos a los dos. No me importa cómo lo hagas o los medios que uses, pero quiero que busques una cosa. Uno de esos hombres era un anciano, ¿no es así?

    —Sí —contestó Larek.

    Le pareció extraño que supiese del hombre anciano, aunque no le sorprendió, pues al fin y al cabo el consejero tenía recursos.

    —Ese hombre, si es lo que creo que es, llevará tatuada en su muñeca la letra k. Tanto si es como digo como si no lo es, quiero que me escribas de inmediato contándome todos los detalles, el último lugar donde lo viste, su vestimenta… ¡Todo! ¿Queda claro?

    —Sí, así lo haré. ¿Qué significa ese tatuaje? Si no es indiscreción —respondió Larek.

    —Todo a su tiempo, ahora no te conviene saberlo.

    —De acuerdo, me pongo en marcha pues.

    El consejero se puso en pie para acompañar a Larek a la puerta.

    —Estamos cerca, Larek. Solo debemos hacer un esfuerzo más y tendremos nuestra recompensa. Espero noticias tuyas pronto, ten mucho cuidado y no hagas estupideces. Una cosa más, después de haber cruzado la frontera de vuelta a Reya volverás a tu anterior identidad, no te preocupes por la Guardia de Reya. Si tienes algún problema, solo llámame —ordenó Assis cerrando la puerta del despacho.

    —De acuerdo, no le fallaré —contestó Larek, girándose para tomar las escaleras hacia la planta baja.

    Lían estudiaba con detenimiento en su despacho las pruebas recogidas en el lugar del altercado la pasada noche. Las guardias nocturnas en La Estación solían ser tranquilas, o al menos lo pretendían. Había renunciado a tener una familia a cambio de servir al pueblo de Reya. Podía entender que algunos viesen en ello un impedimento, pero él no, la ausencia de responsabilidades externas hacía que el trabajo se convirtiese en lo primero, era una cuestión de vocación. Al margen de todo, había ganado tranquilidad, un lugar en La Estación y el poder formar parte del cuerpo de seguridad de Civik. En ocasiones se sentía solo, pero para él no eran más que gajes del oficio.

    Varios golpes se oyeron tras la puerta y acto seguido uno de los miembros del equipo entró en el despacho con rapidez.

    —Ya están listos los resultados, señor —dijo el hombre.

    Lían echó un vistazo al dossier al tiempo que rascaba su barbilla.

    —Bien, veamos… Interesante. Gracias, puede marcharse —dijo el oficial volviendo a su escritorio.

    Antes de tomar asiento, presionó el botón de un pequeño aparato de comunicaciones que se encontraba en la mesa.

    »Oficial de tercera Lían, solicita su guardia para una salida inminente.

    —Sí, señor, enseguida estarán disponibles —contestó una voz.

    Capítulo 4

    —¿Qué ha ocurrido? —preguntó John, incorporándose.

    —Te has desmayado —contestó Ben.

    Buscó el lugar del dolor recorriendo el torso con su mano. Al llegar al hombro sintió como el dolor se agudizaba, había algo en su piel, algo que no debía estar ahí.

    —¡Maldita sea, viejo! ¡¿Qué es esto?!

    —No tenemos tiempo para explicaciones, debemos abandonar el piso, nos buscan.

    —¿La Guardia de Reya? Dijiste que no debía preocuparme.

    —No se trata de la guardia, ese es el menor de nuestros problemas, ahora las cosas han cambiado. La piedra… bueno… ahora te pertenece y Larek la busca, si te marchas ahora te dará caza y acabará contigo.

    —Puedo con él, que lo intente.

    —No lo entiendes, no está solo.

    —¿Qué quieres decir?

    —Debemos salir de aquí, después contestaré a tus preguntas.

    John trataba de asimilar toda la información. Piedras mágicas, seres antiguos, todo era demasiado absurdo a la vez que complicado, pero de una cosa estaba seguro: debían salir de allí.

    —De acuerdo, salgamos de aquí.

    Ben extendió su brazo para ayudar a John a levantarse.

    —Debemos movernos con rapidez y no permanecer demasiado tiempo en el mismo lugar. Como sabes, todo establecimiento obliga a bloquear el arma en el Anox y ése envía una señal a la central, así es como hacen los seguimientos —dijo Ben mirando a John, que a duras penas podía caminar.

    —¿Cómo es posible? Tenía entendido que no está permitido obtener información de catanas bloqueadas —dijo John con voz débil mientras caminaba fuera del edificio apoyándose en el hombro de Ben.

    —Y así es, a no ser que tengan motivos que lo acrediten, la información acerca de la situación geográfica del arma solo es accesible si hay una investigación en curso, y no te quepa duda que la hay. Y si no está en marcha, lo estará.

    —¿De quién huimos, viejo?

    —De la Guardia de Reya, de Larek, de todo, ahora no podemos fiarnos de nadie.

    —Sabes mucho sobre estas cosas, eres una caja de sorpresas. ¿Cómo es que sabes tanto?

    —He recorrido cada rincón de cada ciudad de Civik durante años, poco hay ya que se me escape, aunque aún hay cosas que me sorprenden.

    —Lo que digas, pero quítame esto cuanto antes —contestó John, dolorido.

    —Aguanta, ya queda poco, conozco a la persona adecuada para resolver esto. Vamos, entremos a ese hostal —contestó Ben.

    Un hostal no era buena señal, los planes parecían haberse torcido, pero, ¿cuál era el motivo? Pensó en salir de ahí, huir, dejarse atrapar por la guardia, pagar su multa y seguir con su vida, o con lo que quedase de ella, pero antes debía quitarse esa piedra de encima.

    Lían detuvo el coche patrulla a las puertas de uno de los hoteles de la ciudad. Pese a que no tenía que hacerlo, en ocasiones se sentía cómodo yendo a los mandos del vehículo.

    La investigación parecía dar sus frutos, varios testigos aseguraban haber visto a un hombre cuya apariencia encajaba con la de uno de los implicados en el incidente del callejón.

    —Quiero que preguntes a todo el personal —ordenó Lían a su compañero, sentado en el asiento del copiloto.

    —A sus órdenes —contestó el agente mientas bajaban del vehículo.

    Al entrar al hotel ambos se separaron para interrogar al personal. Lían se acercó a la chica del mostrador con paso decidido.

    —Perdone, soy Lían, oficial de tercera en una investigación oficial, necesito hablar con el gerente.

    —Un momento —contestó la mujer descolgando el teléfono al tiempo que atusaba su pelo.

    —Por supuesto —contestó Lían.

    —Un oficial pregunta por la gerente, necesita hablar con ella. De acuerdo, se lo comunico —dijo la mujer, dando por finalizada la llamada—. ¿Le importa esperar unos minutos? Enseguida le atiende.

    —No hay problema, gracias.

    Tomó asiento en uno de los sillones de piel desgastada situados en el hall. Pocas pistas le quedaban, al menos con tanta solidez como aquella. En cuestión de minutos, la gerente del hotel hizo su aparición en el vestíbulo. Se trataba de una mujer alta y esbelta, con una melena larga y sedosa en tono melocotón, piel blanca y ojos castaños. Lían quedó extrañado, pues el rostro de aquella mujer la resultaba familiar. Sin embargo, la elegancia de su atuendo, compuesto por un traje negro, una blusa tono beige y zapatos de tacón negros, así como una carpeta perfectamente combinada, le hacían perder la referencia.

    La gerente extendió su mano y esperó el saludo.

    —Buenos días, oficial…

    —Lían, mi nombre es Lían. Buenos días, señora… —contestó Lían apretando la mano.

    —Sophie. Señorita Sophie —apuntó—. Bueno, y ¿qué se le ofrece? Me han comentado que está en medio de una investigación.

    Lían sacó del bolsillo de su chaleco una pequeña tablet con la imagen de Larek.

    —Así es, necesito saber si ha visto a este hombre, usted o cualquiera de sus trabajadores.

    Sophie observó la imagen del sospechoso.

     —Lo siento, no lo he visto. Por aquí pasa mucha gente, no puedo acordarme de todos, entiéndalo.

    —Lo entiendo, no se preocupe. ¿No advirtió algo inusual la pasada noche, algo que le llamase la atención?

    —No, no noté nada y no se me ha informado de ninguna irregularidad. Pero si el sospechoso se alojó aquí, es posible que alguien del personal haya podido ver a su hombre —contestó Sophie a la vez que miraba su reloj con impaciencia.

    —Muchas gracias. No la molesto más, veo que tiene prisa —dijo Lían observando el reloj de Sophie.

    —Gracias, oficial. Si puedo serle de más ayuda, aquí tiene mi tarjeta.

    —Gracias, lo tendré en cuenta. Que pase un buen día, señorita Sophie.

    —Usted también. Suerte con su investigación —contestó Sophie alejándose.

    Al terminar la conversación con la mujer, se dirigió a la puerta principal del hotel donde le esperaba impaciente el agente que le acompañaba.

    —Vamos, salgamos de aquí —ordenó el oficial.

    Ambos salieron del hotel camino al vehículo policial que se encontraba en la puerta.

    »¿Qué has averiguado?

    —Señor, algo raro ocurre en ese hotel. Parece que nadie quiere hablar, y no sé muy bien el motivo.

    Cierto era que los testigos interrogados afirmaban haber visto al sospechoso entrar en aquel hotel, o al menos alguien con sus mismas características físicas. Lían había ocultado dicha información en su conversión con Sophie, ahora surgían cabos sueltos, partes inconexas en la historia. Tal vez la gerente no estuviera al tanto del paso del sospechoso por el hotel, y si no fue así, ¿estaría protegiéndolo? ¿Se equivocaron los testigos? Multitud de preguntas buscaban respuestas. Sophie podría no estar al tanto, pero, ¿tampoco todos sus trabajadores? «Esto no cuadra», pensó. Cabía la posibilidad de que los testigos errasen en la descripción, aunque le pareció poco probable, ya que él personalmente se había encargado de interrogarlos por separado, y las descripciones coincidían entre sí.

    —Me lo imaginaba. En este hotel todos ocultan algo, sobre todo su gerente. Pero no dudes que llegaré al fondo del asunto —dijo Lían entrando al coche patrulla—. Volvemos a La Estación.

    —Sí, señor —contestó el conductor.

    Tras el viaje de vuelta a Reya, Larek había ideado un plan para dar con aquellos hombres. Intuía que habrían huido de la Guardia de Reya como hizo él, de modo que solo había dos escenarios posibles: o bien se encontraban detenidos, o por el contrario se hallaban escondidos en algún lugar de la ciudad.  Despojado de su falsa identidad, caminó con paso decidido hacia la puerta principal de La Estación. Si esos hombres fueron capturados, sin duda se encontraría en aquel lugar.

    —Buenos días, identifíquese por favor —dijo uno de los guardias que custodiaban las puertas del edificio.

    Larek comprendió la actitud del agente, se habían producido varios altercados en la ciudad, incluido en el que él mismo estuvo implicado, y parecían no estar resueltos. Aunque poco le importaba el detalle. Tenía un plan.

    —Buenos días, agente. Vengo a denunciar un robo con agresión —contestó Larek.

    El agente sacó un pequeño aparato ovalado.

    —Identifíquese, por favor —insistió.

    —¿Ocurre algo? —preguntó, entregando su arma.

    Realizado el escaneo, otro de los guardias sacó unas esposas.

     —Queda usted arrestado como presunto implicado en el altercado que tuvo lugar la pasada noche cerca de la casa de apuestas Bin —dijo el agente esposándolo.

    —Esto no tienen sentido, agente. Están cometiendo un error —contestó Larek con voz calmada mientras entraba detenido.

    En todas y cada una de las ciudades que componían Civik se podía encontrar este edificio, La Estación, lugar de residencia y trabajo de la guardia de Civik. Un edificio de una sola altura en forma de uve construido con los mejores materiales. Situado a las afueras de la ciudad de Reya, La Estación cubría un amplio terreno y, por lo que había podido averiguar, dada su experiencia, la composición era la misma en cada una de las ciudades, al menos en su fachada, pues no había estado nunca en el interior de ninguna de ellas. «Siempre hay una primera vez, aunque habría preferido una entrada más calmada», pensó.

    —¿Dónde se encuentra el detenido? —preguntó Lían a uno de los agentes que guardaban las puertas.

    —Celda 3-B, señor —contestó el guardia.

    Lían entró con paso ligero hacia una de las salas de interrogatorios. Por una vez, la suerte le sonreía. Pese a haber interrogado a Sophie sin éxito hacía apenas una hora, se encontraba con que el hombre que había sido detenido era uno de los implicados en el incidente del callejón. Ignoraba qué le había llevado a presentarse a las puertas de La Estación; de cualquier modo, estaba ansioso por empezar el interrogatorio.

    —Traed al detenido para interrogarle.

    —Sí, señor. Enseguida, señor.

    Al cabo de unos minutos, Larek llegó escoltado a la sala de interrogatorios.

    —Dejadnos solos —ordenó Lían a sus hombres.

    Sacó de su bolsillo una pequeña bolsa de cuero y la situó en la mesa a la derecha de su tablet.

    »¿Reconoce esta bolsa?

    —Sí, es la bolsa que me robaron la pasada noche.

    —¿Se la robaron?

    —Sí, señor. Me agredieron y se llevaron la bolsa, por eso he venido, señor, para denunciar el robo y la agresión.

    —Ya veo, pero hay algo que no me cuadra y esperaba que usted pudiese arrojar algo de luz.

    —Claro, agente, estamos para servir.

    —Me alegro. Bueno, como bien sabe cada ciudad tiene un censo.

    —Sí, es correcto.

    —Bien. El censo de los habitantes de cada ciudad es de suma importancia para el mantenimiento del orden y la paz, cada ciudadano, aunque está en su libertad de viajar por las diferentes ciudades que componen Civik, posee únicamente un lugar de residencia. De esa forma es más fácil llevar un control de la población. Estará de acuerdo con esto —afirmó Lían.

    —Sí, señor.

    Intuía a donde quería llegar el oficial con aquellas palabras y esperaba poder salir de apuro lo antes posible, pues tenía una misión que cumplir y no podía permitirse perder el tiempo con estupideces burocráticas, por no hablar de que sería una decepción para Assis; su fiel servidor encarcelado o algo peor.

    —De acuerdo. Pues hay un problema con su ficha, señor Larek. Y no es problema menor.

    —¡No me diga! ¿Y de qué se trata?

    —Hemos detectado que usted es habitante, no solo de una ciudad, sino de todas, y eso, amigo mío, es un delito grave. Debemos tenerlo retenido hasta que aclaremos si es que se ha dado un error dentro de la administración y gestión de sus datos o bien es usted un falsificador de identidades. De modo que permanecerá en prisión hasta que se aclare este asunto.

    —Señor, no sé de qué me habla, pero si tengo que esperar a que se solucione, así lo haré. No tengo nada que ocultar. Lo que sí le pido es que me permita hacer una llamada, mi gente se preocupará por mí si no tiene noticias mías.

    —No hay problema, tendrá su llamada. Pero solo eso, una llamada —contestó Lían.

    —Gracias.

    —Ahora vamos al asunto del robo. ¿Pudo ver a los agresores?

    —Sí, señor, un anciano con pinta de vagabundo, pelo corto, canoso, delgado y barba de varios días. Viste pantalones anchos y camisa beis. Un hombre llamado John le acompañaba. Barba recortada, pelo oscuro y una cicatriz en una de sus mejillas. Vestía el uniforme de funcionario.

    —Bien, llevaré a cabo una investigación para buscar a los presuntos responsables —contestó Lían tomando nota de las descripciones que Larek le había proporcionado.

    —Gracias, señor —dijo Larek mientras los agentes entraban en la sala para volver a ponerle las esposas.

    De camino a la celda, la escolta se detuvo para permitirle realizar la llamada que había solicitado. Con paso decidido, Larek, se acercó a una de las paredes del largo pasillo donde se encontraba un pequeño teléfono. «El señor Assis sabrá qué hacer», pensó al tiempo que marcaba los números.

    —¿Sí? Preguntó la voz de Assis tras el aparato.

    —Soy Larek, tenemos un problema.

    Tras exponer su situación, esperó la respuesta del consejero.

    —No te preocupes, esto era de esperar. Yo me encargo, no pasaras mucho más tiempo allí. Haré unas llamadas y al final del día serás libre. Cuando estés fuera házmelo saber. ¿Algo más? —preguntó.

    —Eso es todo.

    —Bien. Contacta conmigo a tu salida —contestó Assis, dando por finalizada la llamada.

    Tras la llamada, Larek se sintió avergonzado pues había sido creado para servir a su amo, y le había fallado. Pese a no ser habitual en él, un fallo en el cumplimiento de las ordenes de Assis le hacía sentir que perdía su confianza.

    Siempre había tratado de evitar entrar en cualquiera de las estaciones de Civik, pero en aquella ocasión confiaba en su plan. La seguridad dentro era admirable, además de la tecnología utilizada para el control de las instalaciones. Jamás había visto algo así. Al entrar en la celda pasó su mano por la puerta tratando de averiguar qué tipo de material era aquel. «No es posible», pensó. Se trataba del metal más fuerte hasta ahora descubierto; había tenido la suerte en una ocasión de poder tener en su poder una porción. Ni con el poder de su piedra podría derribar aquella puerta.

    La situación se había complicado más de lo previsto para Ben. Al parecer, sus dotes como ladrón no estaban al nivel de lo que un día fueron, ya que aquel hombre detectó el robo de su bolsa antes de tiempo, y desde aquel instante todo se torció. Por suerte, el haber podido salir del piso franco sin ser vistos fue un gran alivio, pues no tendría que buscar otro lugar donde alojarse. Ahora debía pensar en cómo salir de aquel hostal sin ser vistos.

    John permanecía sentado en una vieja silla metálica mientras sentía cómo el dolor remitía a cada instante. Ben había alquilado una habitación en el hostal en el que se encontraban, o eso le pareció. En aquel momento el dolor era tan intenso que apenas podía pensar con claridad. Observó el lugar, sorprendido. Las paredes dejaban a la vista los ladrillos que las componían y el suelo no había sido enlosado. Trató de buscar una ventana sin éxito, dos sillas metálicas y un viejo catre llenaban el habitáculo casi por completo.

    —¿Estás bien? —preguntó Ben.

    —Sí. El dolor ha pasado.

    —Ya casi anochece, aprovecharemos la oscuridad para salir de la ciudad —dijo Ben.

    —¿A dónde vamos, viejo?

    —A ver a una vieja amiga, ella sabrá qué hacer. Podrás recuperar tu vida y nosotros la piedra.

    —De acuerdo, no perdamos el tiempo —contestó John abriendo la puerta de la habitación. Parecía haber esperanza, podría quitarse esa maldita piedra, pagar su multa, y empezar una nueva vida. No podía negar que había barajado le idea de marcharse, pero sabía que aquellos que codiciaban aquella piedra irían a por él y no quería volver a vivir en alerta constante como antaño extramuros.

    —Ahora que te has recuperado podremos agilizar la marcha, el camino es largo y ya hemos perdido demasiado tiempo. Nos buscan, debemos estar preparados, pues cabe la posibilidad de que conozcan nuestra posición. A prisa. —dijo Ben mientras abandonaba el hostal junto a John.

    —¡No se muevan, quedan detenidos!

    Un coche patrulla con varios agentes esperaba a la entrada del edificio.

    John lanzó una mirada de sorpresa a Ben, que se encontraba inmóvil; no había temor en su arrugado rostro, ni el más mínimo indicio de preocupación. «¿Es que no le importa ser detenido?», pensó al tiempo que observaba cómo por instinto su mano había ido a buscar la empuñadura del arma.

    —No te preocupes, no tienen nada, saldremos de esta —susurró Ben.

    —Quedáis detenidos como sospechosos del robo con agresión de la pasada noche cerca de la casa de apuestas Bin —dijo Lían colocándoles las esposas.

    Un sonido alertó a Larek. Se acercó a la pequeña ventana situada en la parte superior de la puerta de su celda y observó; dos siluetas avanzaban por el pasillo escoltadas. No lo podía creer, la suerte le sonreía al fin. Ben y John habían sido detenidos.

    Uno de los guardias abrió la puerta de una de las celdas contiguas a la de Larek.

    —A dentro —dijo, quitándoles las esposas.

    Observó con detenimiento a los detenidos a través de la ventanilla en busca del tatuaje. «Lo tengo». El tatuaje en la muñeca de aquel anciano no daba lugar a interpretaciones, estaba claro, una K. Había cumplido la misión que Assis le había encomendado casi sin darse cuenta. Ahora solo tenía que conseguir salir de ahí sin levantar sospechas.

    —No te preocupes, esto solo nos retrasará un poco, no tienen pruebas, nos darán un aviso y nos mandarán a casa —dijo Ben tratando de calmar a John, quien se movía de un lado a otro de la celda con impaciencia.

    Ambos habían podido ver como Larek los había visto entrar a su celda.

    —¿Cómo puedes estar tan tranquilo con esa sabandija tan cerca? —preguntó John alterado.

    —Calma, amigo. Veo que nunca has estado detenido. Como sabes, casi nunca ocurre nada en Reya ni en otras ciudades de Civik, de modo que casi por cualquier cosa eres apresado. Pero en la mayoría de los casos no pasa de un correctivo. Vivimos en una paz relativa, y como es evidente hay miedo a que esa paz se vea amenazada de alguna forma. Créeme, esto es un mero trámite.

    Las palabras de Ben no lograron tranquilizarlo, había repasado los hechos acontecidos hasta el momento y la cosa no pintaba bien. Le hubiese gustado echar la culpa de todo al viejo, pero no sería justo. Era más que evidente que no solo la guardia de la ciudad iba tras ellos, si no alguien peor, alguien capaz de todo por obtener la piedra. Pese a no confiar plenamente en aquel hombre, éste no le había dado motivos para la desconfianza. Decidió seguir sus indicaciones, pues, para él, estar detenido era algo nuevo; el viejo, por el contrario, parecía estar familiarizado con la situación.

    —Espero que tengas razón —contestó John.

    —Y dime, John, ¿siempre has llevado el negocio de reparación y venta de reglamentarias?

    La pregunta del Ben le sorprendió. Pese a ser, a su parecer, una pregunta sincera, exponer su pasado a un desconocido nunca era una buena idea. Aunque ya no estaba en la llanura, toda precaución era poca.

    —Sí, nací en Reya, conseguí ahorrar y abrir mi propio negocio. Ahora por lo visto no tengo nada, no tengo a donde ir.

    Ben detectó en John un tono extraño, algo no cuadraba en esa historia, aunque poco le importaba, debía centrarse en salir de allí.

    —Tranquilo, te lo compensaré y tendrás una vida, te lo prometo. Ya están aquí, deja que hable yo y saldremos en un visto y no visto —dijo Ben mientras uno de los guardias abría la puerta de la celda.

    —Vamos, el jefe os espera en la sala de interrogatorios —dijo el hombre de uniforme.

    Una vez en la sala, Lían comenzó el interrogatorio.

    —Siéntense.

    Los guardias quitaron las esposas a los sospechosos y les invitaron a sentarse.

    —¿Reconocen esta bolsa? —preguntó Lían.

    —No, señor. ¿Qué hacemos aquí? No hemos hecho nada —contestó Ben.

    El oficial desvió la mirada hacia John.

    —¿Y tú, la reconoces?

    —No, señor.

    —Ya veo. Es curioso, porque hay un hombre que afirma que le atacasteis para robarle esta bolsa.

    —Pues ese hombre miente, nosotros no tenemos nada que ver con todo esto —contestó Ben.

    —Es extraño. Verán, el arma de su amigo fue desbloqueada aquella noche justo en ese lugar. Qué causalidad, ¿no? ¿Tenéis coartada para la noche del incidente? Si es así, me gustaría oírla.

    —Estuvimos jugando unas partidas en la casa de apuestas, las personas que se encontraban en el lugar podrán confirmarlo. Tuvo que ser un error, el arma de mi amigo permaneció en su vaina todo el tiempo —dijo Ben.

    —¿En la casa de apuestas, dices? Qué casualidad, eso está muy cerca del lugar del incidente.

    —Supongo que es mala suerte, no por ello somos los responsables —contestó Ben.

    —Eso lo veremos. Contrastaré su coartada y revisaré los datos del desenvaino enviados. Entonces, ¿negáis cualquier participación en el incidente mencionado? —preguntó Lían.

    —Sí, señor —contestó Ben.

    Lían puso sus manos sobre la mesa y acercó su rostro a ambos.

    —Sé que tenéis algo que ver en todo esto. Responsables o cómplices, no me importa, pero llegaré al fondo de todo. Ese otro hombre que os acusa piensa que soy estúpido. Señores, yo sé lo que pasó aquella noche, solo tengo que demostrarlo.

    Ben provechó el discurso del oficial para chasquear los dedos. Al instante, Lían se acomodó en su asiento y quedó paralizado, la mirada perdida. Segundos más tarde volvió en sí.

    »Bueno, pues eso es todo por el momento, volveréis a la celda hasta que aclaremos el asunto —dijo el oficial, aturdido.

    Tras varias horas de espera en la celda, el oficial apareció con noticias.

    —Pueden marcharse, no tenemos nada contra ustedes, su coartada ha sido confirmada, pero no duden que los vigilaré.

    —¿Qué ha sido del preso de la celda contigua? —preguntó Ben.

    —Ha salido en libertad sin cargos, de modo que todo apunta a que ustedes fueron los responsables, aunque aún no tengo pruebas, pero las tendré, denlo por seguro. Pueden irse —dijo Lían, invitándolos a salir de la celda.

    —Gracias, espero que todo se solucione —contestó Ben.

    —No tenga duda de que así será —contestó Lían entregándole sus armas.

    Odiaba tener que verse con aquella mujer, pero el trabajo obligaba. Debía informar antes de terminar el día. Subido en el taxi y camino al hotel de Sophie, esperaba que su encuentro con ella fuese lo más breve posible. «No sé cómo el señor Assis sigue contando con ella, es débil, una simple humana. ¡Yo soy mejor que ella! El señor Assis no la necesita», pensó.

    Tras llegar a las puertas del hotel, Larek entró con rapidez al hall y, acercándose a recepción, puso las manos sobre el mostrador.

    —Buenas noches, necesito hablar con la gerente.

    —Claro, señor, enseguida. —contestó la recepcionista.

    —Gracias.

    Sentado en uno de los sillones del hall, esperaba la llegada de Sophie. Minutos más tarde, la mujer hizo su entrada en la recepción.

    —Tenemos un problema, ese oficial empieza a ser un estorbo —dijo Larek poniéndose en pie.

    —No te preocupes por él, déjamelo a mí, tú céntrate en completar la misión.

    —Necesito hacer una llamada —dijo Larek mirando el teléfono del mostrador.

    —De acuerdo, pero no tardes mucho, debes ser concreto.

    —¿Desde cuándo tú me das órdenes?

    Larek dio por concluida la conversación y se encaminó hacia el mostrador.

    Capítulo 5

    —¿Qué acaba de pasar viejo? Y no me digas que ha sido suerte, ambos sabemos que la coartada no se sostenía —dijo John.

    —Es algo complicado, John, no es momento de explicaciones, debemos salir de Reya cuanto antes.

    —No, viejo, creo que es el momento adecuado —contestó John deteniendo la marcha.

    —Está bien, pero debemos darnos prisa. Hemos podido evitar a la guardia de la ciudad, pero aún nos queda Larek, no parará hasta dar con nosotros.

    El anciano se detuvo y levantó su vieja camisa. Un cinturón metálico sujetaba a duras penas sus desgastados pantalones.

    »Verás, como tu piedra existen otras muchas; esta es una de ellas, la llamamos piedra de mente, gracias a ella he podido hacer que el oficial olvidase durante un tiempo ciertos recuerdos.

    John, observó la pequeña piedra alojada en aquel extraño cinturón. No se trataba de un cinto común, sino que parecía estar diseñado para un propósito. Además de aquella piedra, la prenda contaba con varios engarces.

    —¿Durante un tiempo? ¿Qué quieres decir? —preguntó.

    —Los recuerdos del oficial volverán tarde o temprano, y cuando eso pase no dudes que nos perseguirá de nuevo.

    Quizá no debió preguntar, cuanto más intentaba entender, más lejos se encontraba de ello. Decidió no ahondar en el asunto, al menos por el momento, ya tenía información suficiente que asimilar.

    —De acuerdo viejo, salgamos de aquí, supongo que tendrás un plan.

    —El plan no ha cambiado, la mujer que vamos a visitar sabrá qué hacer, pero para llegar hasta ella debemos entrar en la ciudad de Enot.

    —¿Y cuál es el problema? Vayamos a Enot pues —dijo John con impaciencia.

    —No es tan sencillo, antes tal vez, pero ahora la situación se ha complicado. El oficial vendrá a por nosotros, así que no podemos salir de la ciudad por los medios convencionales —contestó Ben observando el atardecer—. Pongámonos en marcha, tenemos un largo camino por delante.

    John inspiró y expiró pausado. Le traía sin cuidado todo aquel asunto de las piedras. «Delirios de un viejo loco», pensó. Cierto era que debía seguir a aquel hombre, pues parecía ser la única forma de librarse de aquella piedra.

    »Tranquilo, John, será pan comido, llegaremos, te quitaremos eso del cuerpo y podrás recuperar tu vida.

    John se acercó y tocó el pecho del anciano con su dedo índice.

    —Quiero que quede clara una cosa. Te he seguido hasta aquí sin rechistar porque pareces entender mejor que yo lo que ocurre. Pero eso no significa que me trague todo lo que me cuentas, solo quiero que esta cosa desaparezca para poder seguir con mi vida, o lo que quede de ella, ¿entendido? No he luchado tanto para tener una vida en Civik como para perderlo todo ahora.

    —Vamos, John, no seas así ¿Prefieres volver ahora y que te apresen, o algo peor? No digo que confíes en mí, haces bien en no hacerlo, pero una cosa es cierta: tenemos intereses comunes, porque los dos queremos quitarte esa piedra de encima. Ahora, te guste o no, tu camino está unido al mío. Te demostraré que puedes confiar en mí, no soy el enemigo.

    John cruzó los brazos y bufó tras escuchar las palabras de Ben. No podía negar que sus caminos se habían unido, pero, ¿qué ocurriría cuando lograse sacarse esa piedra del cuerpo? «Todo a su tiempo», pensó. Empezaba a impacientarse, según el viejo, la frontera aún quedaba lejos y la noche estaba cerca. Las altas farolas situadas a ambos lados del pedregoso camino encendieron sus luces arrojando una blanca luz. Observó a su alrededor con intriga, nunca había estado tan lejos del centro de la ciudad. El paisaje dejaba mucho que desear, sin edificios cerca, solo hierba seca a ambos lados.

    —Pasaremos allí la noche —dijo Ben señalando a un lado del camino—. El dueño es amigo, nos tratará bien.

    John observó aquel lugar en la distancia. Un muro de piedra cercaba el terreno de lo que parecía ser una hacienda. En el centro, una gran casa de dos alturas; su construcción, formada en su mayoría por una mezcla entre ladrillo y piedra, daba un toque rural al entorno.

    Tras entrar a la posada escrutó el lugar. Un pequeño salón con apenas media docena de mesas, una barra metálica con estanterías, además de un par de ventanas de madera a ambos lados de la casa componían la parte baja; en lo alto, una lámpara de techo alumbraba el lugar con dificultad. La clientela aún no había llegado, en esa clase de sitios nadie permanecía más tiempo del necesario, la mayoría lo hacía entrada la noche.

    —¡Beni! —gritó un hombre desde la barra. John se giró casi por instinto. Se trataba de un hombre de baja estatura, gran barriga y un curioso bigote.

    Ben lo abrazó ante la mirada de indiferencia de John que observaba las estanterías en busca de algún licor.

    —Hola, buen amigo —dijo Ben.

    —¿Qué te ha traído hasta aquí? No me lo digas. ¿Otra de tus locas aventuras? ¿Es eso? ¡Seguro que es eso!

    —Tranquilo Arthur, viejo amigo. Venimos de paso, este es mi compañero, John. Esperábamos que tuvieses alguna habitación libre.

    —Disculpa mi entusiasmo, ¿pero es una misión secreta? ¿Es eso? ¡No te preocupes, puedes confiar en mí! Soy una tumba —dijo Arthur mientras caminaba hacia la barra—. Estaréis sedientos, vamos bebed, invita la casa. Os prepararé una mesa.

    A John se le iluminó la cara cuando escuchó la invitación. Si tuviese dos frases preferidas, estas serían «bebida gratis» y «todo o nada».

    Arthur había preparado cerca de la chimenea una de las mesas del pequeño salón. Una gran hoya cubría el centro, además de varias frutas. Todo estaba listo para la cena. John quedó sorprendido con la rapidez del servicio, parecía que Ben tenía una buena amistad con aquel hombre. Poco le importaba, estaba hambriento, eso era lo importante.

    —Tomad asiento, contadme, ¿estaréis por aquí mucho tiempo? —preguntó Arthur.

    —No es nuestra intención, solo estaremos hasta mañana —contestó Ben mientras observaba a una mujer y un joven que se acercaban.

    —¡Ah! —exclamó Arthur—. John, te presento a mi esposa Mina y mi hijo Cris.

    La mujer, de baja estatura, vestido de tirantes y delantal blanco, esperaba con las manos discretamente tras la espalda. El joven, vestido con un traje gris a rayas, observaba a John con atención.

    »Mina me ayuda con la posada y Cris estudia para entrar en la Guardia de Reya.

    John agachó la cabeza al tiempo que sostenía el licor que Arthur le había servido.

    —Encantado —dijo.

    —Caballeros, ya tienen su estancia preparada, espero que sea de su agrado —dijo Mina con una sonrisa.

    —Vaya, tan rápido como siempre, Arthur —dijo Ben dejando la copa en la mesa.

    —Ya me conoces, eficiencia y rapidez es mi lema. No encontrarás a nadie mejor.

    —Indudablemente. Y… ¿Cómo va el negocio?

    —No nos podemos quejar, aunque este gobierno cada vez nos ahoga más con impuestos. Esos burócratas de Leda con sus estúpidas leyes sin sentido, ya sabes…

    Con el estómago lleno y mejor humor, John intervino.

    —¿Leyes sin sentido?

    —Así es, amigo, el consejo de Civik cada vez emite leyes más absurdas. Muy listos y muy inteligentes, pero ninguno de ellos ha tenido experiencia, solo han estudiado teorías.

    —Arthur, ya hemos hablado de eso —interrumpió Ben.

    —Sí, sí, lo sé, pero… por mucho que se rodeen de expertos, al final son ellos los que toman las decisiones. Les falta experiencia propia, a mi modo de ver.

    —Pero no ha ido mal estos años, ¿no? —contestó John.

    —Bueno, no, pero podría ir mejor, aunque supongo que nunca estamos contentos con lo que tenemos. No quiero pensar cómo será la vida extramuros. Después de la gran guerra, esto es lo mejor que tenemos. Aun así, la gente está descontenta, Ben, se empiezan a oír rumores.

    —¿Rumores? —preguntó Ben.

    —Si, planes para futuras rebeliones. Aunque, insisto, solo son rumores.

    —¿Rebeliones? No encuentro el motivo, la paz reina en Civik —dijo John.

    —No es oro todo lo que reluce amigo, no creas todo lo que te cuentan y no te conformes solo con lo que tus ojos ven, aprende a escuchar.

    —¿A escucharte a ti?

    Arthur soltó una carcajada.

    —No, amigo, yo solo soy un humilde posadero.

    John no conseguía entender a aquel hombre, aunque decidió guardar sus palabras, confiado en que tal vez algún día lograse comprender.

    —Bueno, Arthur, siempre es un placer. ¿Mañana, el desayuno, a la misma hora? —preguntó Ben poniéndose en pie.

    —Por supuesto, espero que paséis una buena noche —contestó Arthur risueño.

    —Seguro que sí, viejo amigo —dijo Ben dejando una moneda en la mesa—. Por el servicio.

    John subía las viejas escaleras de madera camino a su habitación cuando la curiosidad le invadió de nuevo. Una larga lista de preguntas surgía en su mente como si de una cascada se tratase. Pese a sentir el cansancio en su cuerpo, sabía que debía obtener respuestas o no conseguiría pegar ojo. No podía dejarlo todo en manos de un desconocido. Pese a vivir en Civik y no estar expuesto a los peligros de la llanura como años atrás, en su mente solo había una palabra: «supervivencia». La información era poder.

    Arthur les había preparado la mejor habitación. Un pequeño salón, un aseo y dos dormitorios, además de un balcón con vistas al camino. John introdujo su arma en el Anox y se apresuró a tomar asiento en uno de los sillones.

    Tras bloquear su arma, Ben tomó asiento. El viento soplaba entre los ventanales que cerraban el paso al balcón.

    —Quiero saberlo todo —ordenó John.

    —¿Cómo?

    —Ya sabes de lo que hablo.

    Había estado observado a John desde su salida de La Estación, parecía que el momento había llegado, aunque no esperaba que fuese tan pronto. «Se acabó, ya no puedo seguir ocultándole más información, temía que este momento llegaría. No obstante, intentaré persuadirlo».

    —Vamos, John, créeme, no te conviene saber más.

    Pese a que no sabía qué ocurría con exactitud, una cosa estaba clara: Ben quería la piedra a toda costa. Sabía que no podía marcharse así como así, pues, de hacerlo, lo perseguirían y se metería en aún más en problemas.

    —Cuéntamelo todo, viejo, o me iré a casa, intentaré recuperar mi vida.

    «No puedo dejar que se marche, lo encontrarán y quien sabe lo que le harán, además, perdería la piedra», pensó Ben.

    —Muy bien, te propongo un trato: tú me cuentas tu historia y yo te cuento lo que quieras saber —dijo el anciano.

    John quedó extrañado ante la respuesta del anciano. ¿Por qué tanto interés por saber su historia? Remover su pasado no era algo de su agrado, pues había pasado por mil penurias antes de llegar a Civik. Cada noche recordaba aquella vida removiendo heridas que no se habían cerrado.

    —Mi vida es irrelevante y aburrida.

    —Sé que me mentiste, John. No has nacido en Reya, ni siquiera has nacido en Civik. ¿Cierto?

    John quedó sorprendido. ¿Quién era aquel hombre?

    —Y tú, ¿cómo sabes eso?

    —Tengo mis métodos.

    John observó al anciano con intriga.

    —¿Nos conocemos? ¿Nos hemos visto antes?

    Ben soltó una carcajada.

    —No, John, no nos conocemos. Como ya te dije; soy un hombre con recursos.

    Aquel viejo parecía ser más de lo que aparentaba a simple vista. Contarle la verdad no era una opción, pero si quería información no tenía otra salida. «No tengo que contárselo todo, solo lo suficiente. Además, no me conviene tener a este hombre en mi contra, al menos no por el momento», pensó.

    —Como bien dices, no nací en Civik; vengo del otro lado de los muros. De uno de los poblados cercanos. No conozco demasiado de Reya, y menos aún de las demás ciudades, apenas llevo unos años intramuros.

    —¿Cómo has terminado intramuros? Siento curiosidad.

    —No quiero hablar de ello.

    —Vamos, John, tenemos un trato.

    —He dicho que no quiero hablar.

    —Muy bien, no te alteres —dijo Ben con gesto amable—. ¿Y dónde aprendiste a luchar así?

    —Fuera de las murallas.

    «Otro callejón sin salida»

    —Y supongo que tampoco quieres hablar de ello.

    Sacudió la cabeza.

    »Vamos hombre, no soy tu enemigo, puedes confiar en mí.

    John dejó caer un suspiro.

    —Como he dicho, vivía en un pueblo lejos de los muros de Civik. Un día, nuestro poblado fue atacado por una tribu nómada. Yo tenía unos doce años, creo recordar. Murieron todos. Milagrosamente yo conseguí escapar haciéndome el muerto entre una pila de cadáveres. Había mucha sangre y casi no podía respirar. Cuando salí de mi escondite, ya no quedaba nadie. Mi familia, mi gente… todos muertos —dijo con ojos cristalinos.

    —Lo siento, debió de ser duro.

    Fijó su mirada en Ben, las palabras de aquel anciano carecían de sentido para él, nada podía hacer que su dolor remitiese. Formalismos vacíos y estériles.

    —Juré que me vengaría y así lo hice: maté a todos y cada uno de esos malnacidos, y fin de la historia.

    —¿Así, sin más, fuiste y los mataste, con doce años?

    —No, pero no quiero hablar, ya he contado suficiente.

    No conocía el motivo, pero el poder hablar de su pasado, aunque fuese solo una mínima parte de él, había aliviado su dolor, aunque este seguía ahí. Por una vez, parecía que el afán por saciar su curiosidad le había traído algo bueno.

    —Cuando extraigamos esa piedra podrás recuperar tu vida y olvidarte de todo esto. ¿Por qué quieres saber más? ¿No crees que cuanto menos sepas más seguro estarás?

    —Hasta ahora así lo pensaba, pero la experiencia me dice que las cosas no siempre salen como queremos. Debo estar preparado para lo peor.

    —Sin ninguna duda. Mi amiga tiene todas las respuestas a tus preguntas, yo solo podría darte una visión global y entiendo que querrás detalles. Te propongo una cosa: cuando te hayas desecho de la piedra, si sigues interesado en saberlo todo, estaremos encantados de darte respuestas.

    John frunció el ceño. Sabía que Ben evitaba contarle toda la verdad, aunque, tarde o temprano, llegaría el momento de hacerlo. Por un instante pensó en sacarle toda la información a golpes; descartó la idea, no sería lo más acertado, pese a todo, Ben era el único camino para recuperar su vida. Odiaba tener que admitirlo, pero por el momento no tenía otra salida más que confiar en aquel viejo.

    —Supongo que me tendré que conformar con tu visión global. Adelante —dijo.

    Ben asintió.

    —Sobre el origen de estas piedras, solo conocemos lo que ya he contado, que tiene algún tipo de relación con los Xanah y su desaparición o extinción, como quieras llamarlo. Debes saber que no se trata de simples guijarros sin importancia como los que puedes encontrar por terrenos montañosos, son algo… peculiares. Cada una de estas pequeñas piedrecitas tiene un poder, si se puede definir de tal modo.

    —¿Son mágicas?

    —No exactamente. Reaccionan a ciertos estímulos y parecen tener voluntad propia, desconocemos el porqué.

    —¿Voluntad? ¿Están vivas?

    —Algo parecido. Veras, su poder se activa mediante estos glifos —dijo el anciano mientras mostraba los tatuajes de sus manos.

    —Eso fue lo que hiciste en La Estación.

    —Así es, un simple chasquido y los glifos de mis yemas activan la piedra.

    —¿Cómo distinguís una piedra de poder de una que no lo es? Llevo años coleccionándolas y parecen idénticas a cualquier mineral sin valor que se puede encontrar por ahí.

    —Hay varios métodos para detectarlas, pero eso es algo irrelevante ahora, ¿no crees?

    —De acuerdo, continúa —contestó John intrigado.

    —Centrándonos en tu caso. Esa piedra de tu hombro te ha elegido, me explico: las piedras, como ya sabes, tienen voluntad propia y pueden actuar de diversas formas. Tu caso es algo fuera de lo común, la piedra decidió formar parte de tu cuerpo y de algún modo se ha sentido atraída hacia ti. Por lo que sabemos, existen varias formas de utilizarlas. Una de ellas es tu caso: la propia piedra decide insertarse en una parte del cuerpo. En otros casos se engarza por propia voluntad en un objeto perteneciente a un humano, y por último se puede forzar su engarce en cualquier objeto, como armas o joyería, aunque ésta última es algo arriesgada, ya que, de alguna manera, se viola la voluntad de la piedra.

    Pese a que había visto cómo la piedra que ahora forma parte de él flotaba en el aire y se introducía en su cuerpo, su mente seguía resistiéndose a creer, tanta información le sobrepasaba, pero ahora sentía aún más curiosidad, nuevas preguntas surgían.

    —¿Qué tipo de poder contiene mi piedra?

    —Eso es algo más complicado. La forma más básica y a su vez peligrosa consiste en probar glifos hasta generar una reacción, esperemos no tener que recurrir a eso. Pocas personas tienen la capacidad de reconocer el tipo de piedra sin utilizar glifos, afortunadamente la mujer que vamos a visitar tiene ese don.

    —Un momento. ¿Cuántos tipos hay?

    —Demasiadas preguntas, John. Es tarde, seguiremos la conversación otro día. Creo que he cumplido de sobra mi parte del trato.

    Ben tenía razón, era tarde, ambos estaban cansados. La información proporcionada por el viejo le había abierto un poco más los ojos, no podía negar los acontecimientos, aunque aún le costaba aceptarlos. Quedaban muchas preguntas, preguntas que esperaba no tener que hacer.

    —De acuerdo viejo, descansemos.

    Ben respiró aliviado al oír las palabras de John. «Mañana nos espera un día largo», pensó.

    Apenas había conseguido pegar ojo en toda la noche. Esperaba poder resolverlo todo ese mismo día, antes de que las cosas se complicasen. Acompañado por Ben, John, salió de la posada con los primeros rayos de sol, tras haberse despedido de Arthur y su familia.

    —Debes saber algo, John. Como te dije, no podemos acceder a la ciudad de Enot por los medios convencionales, de modo que le haremos una visita a un viejo amigo.

    —¿Un viejo amigo? Esto no me gusta, viejo. No quiero problemas, y, no sé por qué, este plan tuyo los traerá consigo.

    —¿Mi plan? ¡Pero si aún no te he contado de que se trata! Debes confiar un poco más en mí, John. Bueno, en las personas en general.

    Sabía que no le iba a gustar el plan de Ben, pero había luchado mucho por conseguir la vida que llevaba en Reya como para tirarlo todo por la borda.

    —¿Cuál es ese plan tuyo?

    —Veras, conozco a un tipo en la frontera. Digamos que se encarga de abastecer de ciertos productos a personas interesadas por un módico precio en la ciudad de Enot.

    —Un contrabandista —contestó John.

    —Sí, si lo quieres llamar así. El plan es que nos introduzca en la ciudad dentro de uno de sus transportes.

    A John no le pareció un buen plan, demasiadas cosas podían salir mal, pero no tenía nada mejor que la idea de Ben. Hasta ahora no le había engañado, estaba obsesionado por recuperar la piedra, él más que nadie querría que todo saliese bien.

    Habían caminado ya varias horas y John seguía dándole vueltas a la conversación de la noche anterior. Todo le parecía irreal, como un sueño. Esperaba que aquella mujer arrojase algo de cordura a toda la historia.

    —Estamos cerca —dijo Ben poniendo una mano en su frente para evitar la luz del sol.

    John observó a lo lejos lo que parecía ser un pequeño campamento situado sobre un terreno arenoso. En su interior podían verse, unas tiendas de campaña, un par de camiones de transporte, excavadoras, materiales de construcción y un puñado de trabajadores con petos azules. Las grandes verjas metálicas que rodeaban el recinto impedían el libre acceso.

    Al llegar a la puerta, uno de los hombres al otro lado se acercó con paso tranquilo.

    —Disculpen, esto es propiedad privada —dijo el operario.

    Ben no había sido claro con el plan, parecía como si ocultase algo, algo que se resistía a contar. Jamás había estado en una situación parecida, carecía de control y eso no le gustaba. Decidió observar el desarrollo de los acontecimientos mientras elaboraba un plan de huida por si las cosas se torcían. Ben se remangó uno de sus brazos. El operario, al ver el tatuaje en su muñeca, dio la orden de abrir las puertas.

    —¿Les puedo ayudar? —preguntó otro trabajador.

    John escrutó a aquel hombre: alto, peto azul, barba de días y un corte de pelo estilo militar.

    —Buscamos al señor Tashar, soy un viejo conocido —dijo Ben.

    Un repentino silencio tuvo lugar mientras el operario los observaba con detenimiento. Segundos más tarde y sin mediar palabra, el hombre alargó su brazo y señaló una tienda en mitad del campamento.

    »Gracias.

    Tras llegar al punto indicado, John, hizo su entrada junto a Ben al interior de la pequeña carpa. Decidió observar su entorno y permanecer alerta, pues al parecer no todo en Civik era como en realidad se mostraba. Al otro extremo de la tienda pudo ver a un hombre sentado tras una mesa, cubierto de planos y de lo que parecían ser instrumentos de dibujo y medición. Colocadas frente al tablero, dos sillas plegables. Varias cajas de madera y metal se encontraban esparcidas por el lugar.

    —Bienvenido Ben, ¿Quién es tu amigo? —dijo el hombre levantándose de su asiento.

    John observó a aquel hombre con atención, un hombre alto y musculoso. Vestía un peto azul como uno más de los operarios y lucía pelo corto canoso además de una gran barba negra. Había algo en él que le recordaba a sus días extramuros.

    —Hola, Tashar. Este es John, un amigo. Es de fiar.

    John quedó sorprendido de que revelase su nombre a este tipo. «Espero que este hombre sea de confianza», pensó.

    —¿Qué puedo hacer por vosotros?

    —Verás, no me andaré con rodeos, sé que no te gustan. Necesitamos que nos introduzcas en Enot.

    El silencio se hizo en la tienda mientras Tashar examinaba a John.

    —Tiene gracia, Ben. Supuse que vendrías a saldar tu deuda conmigo. Y, sin embargo, tienes las pelotas de aparecer de nuevo pidiendo otro favor.

    —¿Deuda? —contestó.

    Trató de hacer memoria, parecía que había pasado por alto algún tipo de obligación con aquel hombre.

    »Ah, eso. Vamos, sabes que no tuve nada que ver con ese asunto en Nafe.

    El operario se puso en pie y golpeó con fuerza la mesa.

    —¡Me vendiste, Ben! ¡Tuve que asumir los costes de la operación, no me digas que no fue culpa tuya!

    Estaban en apuros, no podía pagar la deuda que tenía con Tashar y tampoco disponía de tiempo para aceptar ninguno de sus trabajos como pago. Y, aunque lo tuviese, aún le quedaría un favor más por pagar. «No tengo otra salida, debí recordar la deuda, estos fallos no son propios de mí».  Mantuvo la calma y tomo asiento con decisión ante la mirada de incredulidad de John, que permanecía en pie.

    —Tranquilo, Tashar. Calmémonos, somos hombres de negocios, así que sentémonos y hablemos.

    —No, Ben. Los hombres de negocios cumplen su palabra, tú no lo haces —contestó el operario acomodándose en su asiento.

    John observaba la situación con nerviosismo; el operario jefe continuaba soltando improperios ante la mirada tranquila de Ben. Al cabo de unos segundos observó cómo el anciano se preparaba para chasquear los dedos. «Ahora podré verlo con más detalle», pensó sin desviar la mirada. La mano del kíe desapareció bajo la mesa por un segundo, acto seguido el silencio se hizo en la tienda. Le pareció como si aquel hombre se hubiese ido, como si su mente ya no estuviese allí.

    —¿Y bien? Vamos, Tashar, amigo, sabes que me debes una por lo de Nafe —dijo Ben con confianza.

    —Maldita sea —exclamó el operario—. Ya me había olvidado. Estáis de suerte, justo ahora sale un cargamento. Iréis con ellos.

    —Me parece perfecto —contestó Ben.

    —Estamos en paz, borrón y cuenta nueva. Ahora, largo de mi vista.

    —Por supuesto, un trato es un trato —dijo Ben, saliendo de la tienda junto a John.

    —¿Qué ha pasado, viejo? ¿Lo has vuelto a hacer? —susurró John.

    —Silencio. Luego te lo explico, ahora no debemos llamar la atención —susurró Ben mientras subía al camión de transporte.

    Le sorprendió la facilidad de aquel hombre para el transporte ilegal. Aún no podía concebir la idea de que existiesen ese tipo de actividades en Civik. Cuanto más tiempo pasaba junto a Ben, más se daba cuenta de que no todo era lo que parecía ser.

    —¿Y cómo cruzaremos el muro sin ser detectados? —dijo John.

    —Tashar utiliza su empresa de construcción y reformas como tapadera para transportar sus adquisiciones a otras ciudades.

    —¿Adquisiciones?

    —Así es. Como sabrás, cada una de las ciudades de Civik se encarga de llevar a cabo una labor concreta, y es el gobierno central el que distribuye la riqueza y materiales que produce cada una de ellas.

    —Es correcto —dijo John.

    —Tashar se encarga de mover materia prima de unas ciudades a otras evitando el control del gobierno. El interesado se pone en contacto con él, acuerdan una cantidad y se ejecuta la transacción.

    —Déjame adivinar: estamos en medio de una de esas transacciones.

    Ben se encogió de hombros.

    —No hay de qué preocuparse, es el mejor. Saldrá bien.

    John no podía evitar sentirse atraído por el misterio de las piedras de poder y la curiosidad por conocer todo lo que hasta el momento se mantenía oculto para él. Sabía que no debía ceder a esos sentimientos, por esa misma razón empezó una nueva vida en Reya aislado del exterior. Empezaba a pensar que seguir a Ben había sido algo deliberado por su parte, como si quisiese ir en busca de una emoción que antaño vivió y quería volver a sentir.

    —¿Y cómo consigue burlar la seguridad de los muros fronterizos? —preguntó John.

    —Mucho me temo que es un secreto que se irá con nuestro amigo Tashar a la tumba. Como es obvio, no le conviene que nadie conozca su modo de operar. Si te sirve de consuelo, yo también me lo he preguntado, todas las ciudades se encuentran aisladas entre ellas por grandes muros y la seguridad en sus puertas es excepcional. ¿Podría ser poseedor de algún tipo de piedra? Lo dudo, si así fuese yo lo sabría, de modo que he de suponer que se trata simplemente de contactos y sobornos.

    —Sí, tiene sentido.

    Al cruzar el muro, el transporte se detuvo.

    —Abajo. Vuestro viaje termina aquí —dijo uno de los operarios.

    Tras bajar del camión de transporte, John quedó asombrado ante tanto verde; una gran extensión de vegetación con plantas y cultivos de todo tipo hasta donde alcanza la vista. Largos caminos hechos de una mezcla entre pequeñas piedras y arena delimitaban los cultivos, dándole a estos una forma cuadrada casi perfecta.

    —Bienvenido a Enot, ciudad trabajadora donde las haya —dijo Ben.

    —Impresionante —dijo John, sorprendido.

    —Hay algo que debes saber antes de continuar: en todas y cada una de las ciudades existen lo que yo llamo zonas negras.

    —¿Zonas negras?

    —Así es. Lugares donde la señal que emite la reglamentaria no llega a su destino.

    —Pero… ¡Eso es imposible!

    —No, no lo es. Civik se construyó para la supervivencia de la raza humana, sus ciudades se erigieron en lugares estratégicos para así provechar los elementos naturales. Montañas, ríos, lagos, etcétera.

    —Sí, eso tengo entendido.

    —Bien, pues, hay lugares montañosos o de cierta altitud en los que la señal de alarma se pierde y jamás encuentra su destino.

    —¿Y el gobierno no hace nada?

    —Por lo que tengo entendido trabajan en ello, pero por el momento solo han situado guardias alrededor de dichos puntos para dotarlos de seguridad.

    —Bueno, entonces no hay de que preocuparse.

    —En la mayoría de ciudades así es, pero en Enot es diferente.

    —Explícate.

    —Por lo que sé, en esta ciudad existen dos zonas negras: una bajo las montañas del norte y otra bajo las del sur. Enot, al estar situada bajo una cadena montañosa que forma un extenso valle, hace que las comunicaciones sean menos efectivas. Alrededor de estos puntos se formaron dos mafias, éstas controlan dichas zonas a su antojo.

    —Eso es imposible, Civik es segura y sus ciudades pacíficas. Si intentas intimidarme, viejo, no a funcionar.

    —No, John, no pretendo intimidarte ni nada que se le parezca. Es la verdad y conviene que la sepas.

    —Está bien, supongamos que esas mafias que dices existen. ¿Cómo pueden tener el control de esos lugares?, ¿No están custodiados por guardias, según tú?

    —Así es. Pero, con el paso del tiempo, estas mafias se volvieron muy persuasivas, tú ya me entiendes. Esos guardias dejaron de cumplir su función hace mucho.

    —¿Cómo es que no he oído nunca hablar de esas zonas?

    —¿Crees que al gobierno le interesa que esto se sepa? Si sale a la luz, podría cundir el pánico.

    —Y a ver si adivino: estamos en una de esas zonas.

    —Sí, por eso caminamos con cierta premura. Nuestro destino está cerca y debemos salir de este punto cuanto antes.

    Para John esta era una locura más del viejo, al que parecía gustarle inventar historias.

    —Lo que tu digas viejo —dijo John mirando al cielo gris.

    En ese mismo instante Ben observó una sombra proyectada por el sol de la tarde proveniente del tronco de uno de los árboles que adornaban el camino. Acto seguido, le salieron al paso un grupo de hombres vestidos con trajes negros, chalecos grises y una insignia en la solapa.

    Los asaltantes, diez hombres armados, les habían rodeado listos para atacar. John observó a Ben, que parecía mostrase reticente a desenvainar su arma.

    —¡Viejo, desenvaina! ¡¿Quieres morir aquí?!

    Ben levanto sus brazos y, mirando a John, dio una palmada.

    Una gran onda expansiva salió de su cinto cubriendo a sus enemigos.

    —¡Vamos, John, ahora es el momento! —gritó Ben mientras corría hacia la ciudad.

    Siguiendo al anciano, John no podía dar crédito. ¿Qué había ocurrido? Era como si de repente todos se hubiesen quedado ciegos. El viejo lo había vuelto a hacer, ahora no había duda, lo había visto con sus propios ojos.

    —¡¿Qué acaba de pasar?! —gritó, dirigiéndose a Ben.

    —¿Quieres quedarte aquí? Vamos John, larguémonos de aquí, pronto llegarán más —dijo Ben aligerando la carrera.

    Capítulo 6

    Ben sacó un pañuelo de su bolsillo para limpiar su rostro cubierto de sudor. Habían conseguido dejar atrás el lugar de la huida, aunque no debían bajar la guardia, la zona aún seguía siendo peligrosa. A lo lejos divisó un pequeño poblado agrícola. «Rianne», pensó.

    —Lo hemos conseguido, John, estamos cerca.

    Al entrar al poblado John observó el paisaje a su alrededor. Casas bajas de piedra y cemento con techos acabados en pico hechos de diversos materiales metálicos. Todas y cada una de estas casas podían variar en cuanto a estructura, pero lo único invariable era la composición de sus tejados.

    Ben escudriñaba los callejones del poblado en busca de su destino. «Tiene que estar por aquí», pensó al tiempo que escrutaba todas y cada una de las puertas que se hallaban a ambos lados.

    —¿Dónde estamos? —preguntó John.

    —Estamos cerca —contestó con seguridad—. Ah, es aquí. No hay lugar a duda, es esta.

    «¿Cómo puede saberlo si son todas iguales?», se preguntó John mientras observaba cómo el viejo golpeaba la puerta suavemente.

    Segundos más tarde unos ojos aparecieron tras la mirilla metálica.

    —¿Quién va? —dijo una voz.

    —Kíe —contestó Ben mostrando su tatuaje.

    Al instante comenzó a oírse el abrir de múltiples cerraduras. Un hombre alto, delgado y vestido con ropajes desgastados apareció al otro lado, invitándoles a entrar con un gesto.

    —No tengas miedo, vamos —dijo Ben.

    Largos y estrechos pasillos con techos altos y poca iluminación se revelaban a su paso. El hombre continuó guiándolos por unas escaleras hacia la parte superior.

    Se sentía incómodo, había algo en aquella casa que no le gustaba. No era su apariencia, ya que parecía bien cuidada, adornada con multitud de cortinas y pequeños candelabros. Un sentimiento de malestar y angustia le invadió. Ya había sentido antes esa sensación, pero no lograba identificarla, aunque una cosa estaba clara: no era nada bueno. Observó desde el fondo cómo el hombre abría una pequeña trampilla y les invitaba a subir. Estudió la situación; se encontraba siguiendo a ciegas a un viejo loco al que apenas conocía, algo impropio en él, no confiaba en nadie y ahí estaba, aunque cada vez parecía estar más cuerdo de lo que pudiera parecer. «En peores me he visto», pensó mientras cruzaba la trampilla hacia un balcón de piedra que sobresalía sobre la parte alta de la casa. Acto seguido el hombre cerró la trampilla desde dentro, echando el cerrojo.

    —¿Dónde me has traído, viejo? Esto no es lo que dijiste —dijo John, mirando a Ben con enfado.

    —Tranquilo John. Mi amiga es un poco maniática, pero, cuando vea que no somos una amenaza, nos hará llamar.

    —¿Y si decide que lo somos?

    —Entonces sí que estaremos en serios problemas. ¿Pero crees de verdad que si fuésemos una amenaza real para ella nos habría dejado las armas?

    —No sé, viejo, tengo una sensación… Esto no me gusta.

    Ben soltó una carcajada.

    —Ah. ¿Es por eso? Perdona, John, pero no he podido evitarlo. Eso que sientes es perfectamente normal, a mí también me ocurrió la primera vez. Te está estudiando, te observa, pero no te preocupes, pronto pasará.

    —¿Estudiando? El viaje te ha afectado en demasía. ¿Cuánto tiempo más estaremos aquí?

    Al instante la trampilla se abrió, y el hombre que los había acompañado apareció de nuevo, invitándoles nuevamente a entrar.

    Tenía que conseguir que aquella mujer tuviese a bien ayudarles. Conocía a Rianne de años atrás, y esperaba que aún se acordase de él. Siempre había sido reservada y desconfiada, o al menos lo era cuando la conoció. No tenía otra salida, esa mujer era la única en Civik que podía extraer la piedra del hombro de John. Continuó caminando escaleras abajo junto a John. Tras llegar al piso inferior, el hombre que los acompañaba se detuvo frente a una de las puertas. Ben cogió aire antes de entrar. La estancia no era demasiado amplia, más bien íntima, con una decoración un tanto peculiar, diferentes piezas de tela fina adornaban las paredes y una gran alfombra cubría el suelo. Ben entró en shock, no podría creer lo que veían sus ojos. «No es posible, no puede ser ella», pensó.

    Frente a ellos, sentada en su escritorio, se encontraba una joven mujer. Su largo cabello rubio acentuaba su blanca tez.

    —Bienvenidos. Siento la espera, es necesario ser precavidos en los tiempos que corren, nunca se sabe —dijo la joven, tras ofrecer como asiento dos sillas de cuero y madera que se encontraban frente a ella.

    »¿Qué ocurre, kíe? Parece que has visto un fantasma.

    Ben volvió en sí; le impactó que la mujer que antaño conoció tuviese ese aspecto. Aunque era evidente que había formas de mantenerse joven, la imagen no dejaba de chocarle.

    —Siempre es un placer, Rianne —contestó Ben tomando asiento.

    —Rianne… Sí, recuerdo ese nombre. Hace muchos años ya de eso. Hubo un tiempo en que era mi nombre. Podéis llamarme así si os sentís más cómodos.

    —Estaré cómodo cuando me quite esto del cuerpo —contestó John aún en pie.

    —¿Quién es tu amigo?

    —Su nombre es John, y tiene… Bueno, tenemos un problema, y esperábamos que pudieses ayudarnos.

    —Todos tenemos problemas, la única razón por la que estáis aquí tiene que ver con mi curiosidad. ¿En qué momento un kíe como tú, Ben, decide venir a visitarme?

    —Una vez perteneciste a la hermandad, esperaba que nos ayudases —contestó Ben.

    —Yo… lo fui, sí, lo fui. Hace ya tiempo de aquello… —contestó Rianne, pensativa —. Bueno, ¿y de qué se trata?

    Ben lanzó una mirada de aprobación hacia John, éste desabotonó su chaleco, desgastado por el viaje, y mostró el hombro en el que se hallaba la piedra. Rianne observó con interés el objeto insertado.

    »¿Cuál es el problema?

    —¿Estás de broma? ¡Este es el problema! Esta cosa solo me ha traído desgracia —contestó John señalando con su dedo la piedra.

    —Ya entiendo, quiere que la extraiga. Y por supuesto aquí estas tú, Ben, para llevártela y ponerla a buen recaudo, ¿no es así?

    —Así es —contestó el kíe con determinación.

    Ben, observó la reacción de Rianne, quien miró detenidamente la piedra con expresión pensativa, como si su alma hubiese abandonado su cuerpo, ahora una carcasa vacía. Echó mano del mango de su arma, rogando no tener que hacer uso de ella. El tiempo parecía haber cambiado a aquella mujer, no parecía la misma que conoció, debía preparase para lo peor. Tras varios minutos de silencio, Rianne volvió en sí. Ben retiró la mano del arma.

    —No puedo hacerlo —dijo Rianne.

    —¿Cómo? —exclamó John sorprendido.

    —¡Vamos, Rianne! Te he visto hacerlo más veces. Hemos hecho un largo viaje hasta aquí —contestó Ben.

    —No te falta razón. Es cierto que he extraído multitud de piedras alojadas en objetos, pero en personas… es otra historia.

    —¿No puedes intentarlo? —preguntó Ben.

    —No es tarea fácil. Si supieras el riesgo que supone, no me lo pedirías tan a la ligera. Pero no me sorprende, os queda mucho por estudiar, demasiada burocracia, demasiadas leyes las de los kíe. Por eso me marché, vuestras leyes absurdas os frenan.

    Rianne quedó pensativa unos segundos mientras se frotaba la barbilla; No todos los días se le presentaba la oportunidad de obtener una piedra de esas características. Tanto Ben como ella conocían la importancia que tenía el poder extraerla, ¿pero era cierto que el kíe no conocía el método para extraerla, o intentaba evitar hacerlo él mismo? Sea como fuere, no importaba, estaba convencida de que había nacido para desentrañar todos los secretos que albergaban las piedras de poder, no podía dejar pasar una oportunidad así.

    —Ya he decidido lo que voy a hacer. Puesto que tu amigo quiere que la extraiga, lo haré, o al menos lo intentaré. Ahora bien, si lo consigo, solo él quedará satisfecho, ya que me quedare con la piedra para estudiarla. Es algo insólito, y vosotros los kíe solo lo empeoraríais todo, aunque entiendo que pelearás conmigo por la piedra hasta la muerte, está en una de vuestras leyes absurdas, pero bien vale la pena asumir el riesgo.

    —¿Seguro que quieres hacerlo? —contestó Ben.

    —Sin duda, pero antes tu amigo John debe conocer toda la historia acerca de las piedras, después podrá decidir si se queda con ella, cosa que respetaré, o si bien prefiere que la extraiga.

    «No me conviene llevarle la contraria. Además, podré saciar aún más mi curiosidad. Después de todo, el viejo no me lo contó todo», pensó John.

    —De acuerdo, acepto —contestó.

    —Bien. Ahora que está todo en orden, le explico. Pero antes debo saber qué es lo que sabe acerca de estas piedras, si es que Ben le ha contado algo —contestó Rianne ante la mirada de incredulidad de Ben.

    John observó la cara de decepción de Rianne tras contar la información que Ben le había proporcionado.

    —Un resumen muy sesgado, querido John. Las piedras de poder son mucho más que cuatro directrices. Están vivas, no como nosotros, pero lo están —apuntó Rianne poniéndose en pie. Caminando por la habitación, la mujer sacudió sus pantalones bombachos repletos de bordados y parches de múltiples colores. Combinaba su atuendo con una blusa y unos zapatos que poco se alejaban de ser discretos—. Todo aquel que posee una piedra, sea del tipo que sea, posee un gran poder. No se imagina, John, el abanico de posibilidades que se le puede llegar a abrir. Se lo mostraré. ¿Ve aquel cuadro de allí? —dijo señalando uno de los lienzos de la pared. Dio una palmada y el cuadro salió despedido dando un fuerte golpe contra la pared contraria.

    John quedó extrañado, aquella escena le recordó a los brujos farsantes de la llanura. Organizaban un gran teatro para convencer a los ignorantes, haciéndoles creer que poseían algún tipo de poder para así obtener reconocimiento o simplemente para sacarles el dinero. Todo mentiras; tal vez todo fuese un truco, el viejo pudo haberle drogado e insertado la piedra en su hombro, haberse inventado todas esas historias. ¿Pero qué ganaba con todo esto? ¿Estarían compinchados aquellos dos?

    —Bonito truco, señorita —dijo John.

    La mujer soltó una carcajada ante la mirada de preocupación de Ben.

    —¿Truco, dice? —dijo Rianne—. Entiendo su escepticismo, John, antaño fui como usted —continuó.

    Al instante chasqueó los dedos.

    John perdió de vista a la joven; girándose observó que había cambiado de lugar.

    —Esto no son trucos. No espero convencerle, solo mostrarle lo que podría llegar a conseguir —dijo mientras volvía a chasquear los dedos y regresaba a su posición inicial.

    —¿Cómo has hecho eso? —preguntó John.

    —Le veo un tanto confuso, John. Créame cuando le digo que yo no gano nada con esto, es más una obligación moral. No pido que me crea, solo que observe.

    La mujer cambió de lugar repetidas veces al tiempo que chasqueaba los dedos. Tras varios intentos, John pudo observar las manos tatuadas de Rianne, la historia parecía tener sentido, o al menos todo el sentido que podía darle.

    Rianne volvió a detenerse.

    —Esto es una piedra de materia —dijo la mujer mostrando uno de sus anillos—. Permite al que la posee manejar la materia inerte a su antojo, así he podido manipular a distancia el cuadro además de poder transportarme.

    —Has dicho que puedes manejar la materia inerte, entonces, ¿cómo te transportas de un lugar a otro? Tú no eres un ser inerte.

    —Una buena pregunta. Verá, nuestra ropa está en continuo contacto con la piel, que a su vez se compone de células que forman una especie de circuito. Así, la piedra interpreta que tanto la indumentaria como el que la porta deben ser transportados por igual. Por otra parte, si el portador está en contacto con otra persona ambos serán transportados, dado que el «circuito» se amplía.

    —Es cuanto menos curioso —contestó John.

    —Bien, ahora ya sabe su funcionamiento… Veamos qué tipo de piedra es la suya. Si me permite —dijo Rianne acercándose a John—. Las piedras son caprichosas, debemos tener cuidado durante el proceso. Si tan solo pudiese saber el tipo de piedra que porta, todo sería más fácil, o al menos podría estar preparada.

    John miró a Ben, que se encontraba de pie, expectante. Acto seguido, dirigió su mirada a Rianne; esperaba que alguno de los dos le diese una solución, y que por una vez la suerte le sonriese.

    —¿No hay forma de saberlo? —preguntó.

    —Hay una forma segura de hacerlo, pero requiere que la piedra no esté engarzada, y no es su caso. El resto son demasiado peligrosas.

    —De acuerdo, adelante, estoy listo.

    —Créame, no lo está —contestó Rianne.

     La mujer caminó lentamente hacia John y se inclinó para observar más de cerca la piedra incrustada en su hombro. Incorporándose desenroscó una pieza cónica que colgaba de su pecho a modo de colgante; sujetándola con los dedos comenzó a dibujar pequeños símbolos en las yemas utilizando el pequeño carboncillo que se hallaba insertado en su extremo más puntiagudo.

    »Esto le va a doler, John.

    Acto seguido colocó cada uno de sus dedos sobre el hombro de John, alrededor de la piedra, y ésta comenzó a iluminarse gradualmente. La cara de Rianne se tornó pálida. Rápidamente la mujer dio un salto hacia atrás; en el aire extendió sus brazos mientras la piedra brillaba cada vez con más intensidad. Sin casi poder reaccionar, una onda expansiva salió directa de la piedra hacia ella, la mujer dio una palmada y la mesa de escritorio se elevó situándose en la trayectoria entre la onda y ella. El escritorio estalló en mil pedazos y Rianne fue empujada hacia la pared que se encontraba a su espalda, cayendo al suelo. Al incorporarse contempló el desastre provocado. Su escritorio hecho añicos. Ben, en un extremo de la habitación, observaba con asombro y alivio, al parecer ya no tendría que jugarse la vida para obtener la piedra, había fracasado. Inexplicablemente, John seguía sentado como si nada, la cabeza gacha.

    —No puede hacer nada, ¿verdad? —preguntó John.

    —Lo siento, John. Esa piedra que lleva es poderosa, y mucho me temo que mis habilidades no son suficientes para extraerla de forma segura. De hecho, me atrevería a decir que las de nadie que conozca —contestó Rianne mientras se incorporaba dolorida—. La piedra le ha elegido, John. Ahora forma parte de usted. Tendrá que aprender a vivir con ello.

    —¿Podré recuperar mi vida?

    —En teoría podría, la piedra es su protectora, jamás le haría daño, más bien al contrario. Pero hay un problema.

    —¿Problema? —contestó John.

    —Estas piedras interesan a muchas personas, personas poderosas y no tan poderosas. De modo que podría recuperar su vida, pero tarde o temprano le encontrarán y se harán con ella.

    —¿Se harán con ella? ¿Entonces hay una forma de quitarme esto?

    —Sí, John, la hay. La manera más rápida es perdiendo la vida.

    —Pero ella me protege, estaría seguro, tú lo has dicho.

    —John, la piedra es poderosa, no invencible. Hay otras con gran poder, además de la suya. Además tienen fecha de caducidad, es decir, una vida útil, ellas también envejecen como nosotros, y pierden poder con el paso del tiempo. Unas antes, otras después, pero todas lo hacen, se desconoce el tiempo exacto; yo diría que cada piedra es un mundo, ya que existen múltiples factores que pueden influir en su envejecimiento, como el paso del tiempo o el uso excesivo. Algunas apenas aguantan unos días, otras semanas, meses, o incluso años. Por lo que he podido averiguar en mis investigaciones, estas piedras parecen tener una edad propia. Me explico. Imagina poder extraer la energía vital de un anciano y de un joven; el segundo te permitiría extraer más energía que el primero, agotándose la vida de este último antes. Pues algo parecido ocurre con las piedras de poder, unas pueden agotarse y estallar sin apenas haberlas utilizado, y otras todo lo contrario. Hay métodos que permiten saber en qué estado se encuentra una piedra, información que por otra parte me reservo para mí. Bajo mi punto de vista tiene dos opciones. La primera, que es la que yo personalmente escogería, es que Ben le entrene en el dominio de su piedra para poder sacarle el mayor potencial, y algún día tal vez poder defenderse como es debido y poder recuperar su vida si así lo desea, aunque no será fácil. La segunda opción es volver a su ciudad y seguir con su vida siendo perseguido, teniendo que dormir siempre con un ojo abierto. Sinceramente, John, creo que eso no es vida.

    Mientras Rianne y Ben esperaban a que John diese una respuesta, la puerta de la habitación se abrió. Se trataba del hombre que los había acompañado. La mujer, con un gesto, le invitó a pasar.

    —¿Qué ocurre? —preguntó.

    El hombre le susurró al oído y acto seguido dio media vuelta para situarse erguido en la entrada de la estancia.

    —Debéis marcharos ya, me comunican que os buscan, y si os quedáis sería solo cuestión de tiempo que encuentren este lugar. Me trae sin cuidado lo que hayáis hecho, pero parece que habéis molestado a cierta gente, y eso, amigos míos, podría salpicarme.

    —Vamos, John, salgamos de aquí, te prometo que buscaremos una solución —dijo Ben.

    —No le mientas, Ben, no hay más opciones, cuanto antes lo asuma mejor —contestó Rianne.

    —Lo veremos —replicó acercándose a la puerta.

    John, aún sentado, trataba de asumir todo lo ocurrido, absorto en sus pensamientos.

    —John, debéis marcharos —dijo Rianne mientras se agachaba para mirar a John a los ojos —. No es un callejón sin salida, la elección es suya y únicamente suya, John, y decida lo que decida, si lo hace convencido, será la decisión acertada. Ahora debe meditar todo esto, eso sí, en un lugar seguro, y, si os quedáis aquí, este lugar dejará de serlo. ¿Lo entiende?

    John asintió mirándola a los ojos.

    »Esperad —dijo la mujer con autoridad.

    —¿Qué ocurre? —preguntó Ben.

    —No podréis salir por medios convencionales sin que os descubran. Odio tener que hacer esto, pero no tengo alternativa. Os enviaré lejos de aquí.

    —¿Y cómo piensas hacer eso? —preguntó John.

    —Aún tiene mucho que aprender, John. Como ya le dije; un sinfín de posibilidades se abren a todo aquel que posee una piedra de poder —dijo Rianne mostrando sus manos.

    John observó los tatuajes de aquella mujer. Un símbolo tatuado en una de sus palmas, además de otros en las yemas de algunos dedos. En ese momento John comenzó a entender todo, algo había despertado su interés por todo aquello. «Tal vez en vez de huir de todo esto debiera utilizarlo en mi beneficio», pensó.

    —Es peligroso Rianne, iremos por nuestro propio pie —contestó Ben.

    —¿Después de tantos años te asusta un pequeño salto? Están cerca, Ben, ¿te arriesgarás a salir ahí?

    Le gustase o no, la mujer tenía razón: no existía una opción perfecta. «Rianne nos ofrece una salida, no sé qué motivos ocultos tendrá, pero no tenemos otra alternativa», pensó Ben. Después de haber huido de aquellos hombres, era natural que los buscasen, debían salir de allí cuanto antes.

    —De acuerdo, mujer. ¿Dónde nos enviarás? —dijo Ben acercándose.

    —Eso, amigo mío, lo descubrirás cuando llegues. Si os lo dijera no tendría gracia, ¿no creéis? Vamos, poned vuestras manos en mi hombro, ahora debéis confiar en mí.

    Al instante dio una palmada, llevándoselos con ella.

    Completo

    Los rayos del sol rojo carmesí atravesaban las aguas del caudal que bajaba de lo alto de la montaña, lo que proyectaba destellos de luz allá por donde el río discurría. Las plantas y animales silvestres se nutrían de todo lo que aquel paraje selvático les ofrecía.

    Nío recorría el lugar, cesta en mano, en busca de las mejores frutas, pues aquel era un día especial para él. El último día que pasaría preocupado por los hombres que había dejado atrás hacía ya cinco años, ya que, después de las siguientes veinticuatro horas, se volvería inalcanzable para ellos.

    Durante aquellos años se había establecido en un planeta y una época, que, a priori, no le correspondía, pero no le importaba, pues su secreto debía permanecer lejos del alcance de quienes quería utilizarlo para fines malvados.

    Tras un largo caminar al fin la cesta quedó repleta de todo tipo de deliciosos frutos, de modo que ya no tenía sentido seguir buscando. Se dio la vuelta y, con paso ligero, caminó hacia el sur, donde había establecido su morada; una pequeña pero acogedora casa fabricada a partir de un container metálico que alguien había dejado abandonado hacía ya más de cinco años.

    Durante el camino de vuelta Nío notó cómo sus botas de cuero se hundían en la embarrada tierra.

    «Debió haber llovido la pasada noche», pensó al tiempo que continuaba caminando con dificultad.

    Su cazadora protegía su corta camiseta negra de la humedad del ambiente mientras los bajos de sus anchos pantalones, estilo militar, se cubrían poco a poco del barro desprendido por su calzado.

    Le costaba mantener la euforia a raya, pues ahora no estaba solo. Había conseguido formar una familia, algo impensable para él, un antiguo mercenario intergaláctico y posterior miembro del ejercito del Gobierno Soberano. Su mujer Anna y su hija Linda lo eran todo para él.

    «Veinticuatro horas», pensó mientras caminaba.

    Al cabo de unos minutos, Nío divisó una nube de humo que se erigía sobre un punto al sur.

    «¡Anna, Linda!», pensó mientras arrancaba a correr y dejaba caer la cesta. Pero algo ocurrió en ese instante. Varios soldados equipados con armaduras y armas de fuego salieron de entre la densa vegetación, sorprendiéndolo.

    —Has perdido facultades, Nío. No nos ha costado acorralarte. ¡Maldita sea! ¡Ni siguiera te has enterado de que estábamos aquí! —dijo uno de ellos.

    El apresurado padre de familia trató de correr y abrirse paso entre dos de los hombres para continuar su carrera hasta el lugar de aquel humo, pues temía por su familia, pero ambos lo agarraron y, propinándole una patada en las piernas, lo hicieron caer al suelo de rodillas.

    Aquellos asaltantes no le eran desconocidos, ya que había trabajado con ellos hacía ya más de cinco caños como mercenario. No había duda, lo habían encontrado, aunque su vestimenta distaba mucho de la de un mercenario intergaláctico, pues vestían nada más y nada menos que el uniforme del Gobierno Soberano. Grandes hombreras metálicas en las que se dibujaba el símbolo del Gobierno; varias cruces superpuestas con un punto en su centro. Sus protecciones en codos y rodillas estaban fabricadas con el mismo material. En sus manos se podía ver un arma de fuego corta, y, en sus espaldas, una espada curva. Alrededor de su cintura colgaban negros cargadores repletos de munición. El casco, obligatorio por todos y cada uno de los soldados, parecía no gustarle a aquella gente, pues carecían de él, algo muy común en los mercenarios que se convertían al Gobierno.

    —Dejar que me marche, mi familia está en peligro. Luego podréis hacer conmigo lo que queráis —dijo el hombre, aún de rodillas.

    —¿Tu familia? Nosotros éramos tu familia, hasta que nos abandonaste y te ocultaste en este tiempo y lugar. ¿Por qué íbamos a dejarte ir?

    —Vamos Jim, nos conocemos. Deja que me vaya.

    El hombre sacudió la cabeza.

    —No puedo, ordenes de arriba. Tu familia debe morir. Has sido un peligro para este tiempo, no podemos dejar que continues aquí un minuto más.

    —¡No! ¡Anna, Linda! —gritó el Nío, mientras trataba de ponerse en pie.

    En ese momento varios hombres se acercaron para retenerlo y, uno de ellos, le golpeó con la culata de su arma, dejándolo inconsciente.

    Dolorido por el golpe, Nío abrió los ojos, y, con rapidez, trató de ponerse en pie sin éxito, pues se hallaba atado de pies y manos en el húmedo suelo.

    —No te resistas, ya no puedes hacer nada por ellos. Tu familia ha muerto, los hemos quemado —dijo uno de los soldados.

    El prisionero levantó la cabeza con el ceño fruncido y los ojos cristalinos.

    —¡Bastardos! ¡Acabaré con vosotros uno a uno!

    El líder del grupo se acercó a él, espada en mano.

    —Dinos. ¿Dónde lo has escondido? —preguntó poniendo el filo de su arma en el cuello de Nío.

    —No sé de qué me hablas.

    —No te hagas el esquivo. Sabes perfectamente de lo que estoy hablando.

    No podía engañar a sus antiguos compañeros, pues si habían viajado hasta su posición en el tiempo, significaba que habían sido informados.

    Los viajes atrás en el tiempo no eran comunes en la galaxia, ya que el Gobierno Soberano era el único que poseía la tecnología para ello. Tecnología implantada en los trajes de sus soldados. Él la había usado para ocultarse en un tiempo pasado y había destruido el mecanismo, eliminando todo atisbo de localización, pero parecía que no había surtido efecto.

    —¿Por qué iba a entregarlo? Habéis destruido todo lo que amaba, ya no me queda nada —dijo.

    En ese momento, una figura apareció de entre la vegetación y el grupo se inclinó en señal de respeto.

    Jim envainó su espada.

    —Eso no es del todo cierto —dijo la oscura silueta, mostrándose.

    Un hombre de mediana edad, vestido con armadura plateada y el símbolo del Gobierno Soberano grabado en su pecho se acercó al preso, casco en mano.

    —Debí suponerlo. Guznal, general del Gobierno —dijo Nío, escupiendo al suelo.

    —¿Así es cómo recibes al que puede salvarte la vida? —dijo el hombre.

    —Mi vida ya no importa. Moriré antes de revelar nada.

    El general se rascó la barbilla; su capa ondeaba con la suabe brisa.

    —¿Y si te dijera que puedo recuperar a tu familia? Es mu simple. Tú me das lo que quiero y yo te envío de nuevo atrás en el tiempo. Justo al momento en el que ellas están vivas. ¿Qué me dices?

    —¿Me tomas por idiota? Ambos sabemos que no se puede cambiar el futuro, así que, aunque me enviases al pasado de nuevo, la historia volvería a repetirse.

    —Eso no es del todo cierto. Lo sería si yo volviese a mi presente con el artefacto, pero, ¿y si vuelvo más atrás?

    —No lo entiendo.

    —Es muy simple, Tú me das lo que quiero y yo vuelvo al punto temporal en el que estoy a punto de viajar a este momento, así, como ya tendría lo que quiero, no estaría obligado a venir a este planeta de mierda y tu familia no sufriría la muerte. Simple.

    Aquel razonamiento tenía sentido, pero ¿cómo podía confiar en alguien como él?

    —¿Qué garantías tengo de que lo que dices es cierto?

    —Ninguna, insignificante insecto. Pero es todo lo que tienes. O aceptas, o no volverás a ver a tu familia. Tú decides.

    Se enfrentaba a un escabroso dilema, pues aquello que había estado ocultando era un arma peligrosa si caía en malas manos, pues El Artefacto era capaz de dividir la materia en átomos, pudiendo volver a unirlos, así, el problema de la escasez de recursos terminaría en toda la galaxia, ya que un elemento compuesto por varios tipos de materiales, podía ser dividido y dar uso a dichos materiales por separado. Pero también podía usarse en humanos u otras razas, de modo que toda una raza podía ser destruida en cuestión de segundos, separando sus átomos para siempre.

    Por otro lado, nadie le había nombrado guardián de dicho objeto, y ahora Anna y Linda estaban muertas. Tal vez nunca debió viajar hasta aquel tiempo, tal vez no debió relacionarse sabiendo que podía poner en peligro a quienes estuviesen cerca de él.

    Con sus acciones solo había conseguido empeorarlo todo, aunque también era cierto que aquel artefacto había estado oculto todo aquel tiempo; libre de las manos de quienes pudiesen usarlo como arma contra otros, pero, ¿realmente le correspondía a él tomar la decisión que tomó?

    Su cabeza le decía que entregar El Artefacto era una mala idea, pero su corazón estaba cansado y afligido, pues solo quería volver a ver su familia.

    —Vamos, no tengo todo el día. Escaneadlo —dijo el general, mientras levantaba su brazo.

    En ese momento, dos de los hombres, antiguos compañeros de Nío, lo pusieron pie. Uno de ellos sacó de uno de sus bolsillos un dispositivo ovalado y comenzó a pasarlo a pocos centímetros del cuerpo del preso.

    Al cabo de unos minutos, el aparato comenzó a emitir un leve pitido al pasar por una de las manos de Nío.

    —Está aquí, señor —dijo mirando al general.

    —Te lo has insertado en el cuerpo. Bien pensado, pero no te servirá de nada. Todo esto es mas importante que tú, estúpido ignorante. Hablamos de la supervivencia de la galaxia, y tú la has retrasado cinco largos años. ¡¿Tienes idea de cuánta gente ha muerto por tu culpa?! —dijo Guznal mientras desenvainaba su espada—. Sujetadlo —ordenó.

    Los soldados echaron al suelo a Nío y lo inmovilizaron mientras el general se acercaba.

    »¿Te crees con autoridad para decidir si se debe o no utilizar El Artefacto? —continuó el general mientras levantaba el filo de su arma.

    Acto seguido, cercenó la mano del hombre capturado, el cual gimió de dolor al instante.

    —Cauterizadlo. No quiero que se desangre —ordenó.

    El líder del grupo de soldados se acercó a Nío, desenvainó su espada y apretó uno de los botones situados en la empuñadura. Al instante, la hoja comenzó a brillar de un rojizo color. En ese momento, el hombre colocó el filo en el lugar del miembro amputado, lo que hizo que el preso gritase más aún.

    —Te dije que dejaras que el Gobierno Soberano se encargase, pero no me escuchaste —susurró el líder que le había cauterizado.

    —¿Tú… te fías de ellos? —contestó Nío.

    —La galaxia necesita esta tecnología para sobrevivir. O confiamos, o estamos es problemas.

    En parte, su antiguo compañero tenía razón, tal vez se había equivocado huyendo con El Artefacto, pero si eso era así, también había sido un error el haber conocido a Anna y el haber tenido a Linda, algo que no podía admitir, ya que, sin ellas, la vida no habría tenido sentido.

    Todo aquello ya no le importaba: la galaxia, el Gobierno Soberano, sus antiguos compañeros. Todo perdía interés y sentido, pues sus dos amores se habían esfumado.

    —¿Qué hacemos con él? —preguntó el líder de los soldados poniéndose en pie.

    —Solo hay un castigo posible para los que obran como él —contestó el general.

    Acto seguido, Jim sacó de una pequeña bolsa de cuero que llevaba a la cintura, un objeto metálico de forma cuadrada, lo situó en la palma de su mano y propinó con él un golpe en el pecho de Nío, lo que hizo que el aparato se insertase su piel.

    —Lo siento, viejo amigo, pero es lo que hay —dijo Jim.

    En ese instante, un fuerte destello iluminó la zona.

    Desconocía cuanto tiempo había transcurrido desde el inicio, ya que al viajar a un tiempo el cual ya había vivido, su cuerpo adquiría la misma estructura que la primera vez, de modo que el sueño era algo lejano para él, así como el hambre. El Gobierno Soberano le había condenado a permanecer en el mismo bucle temporal de por vida y deseaba que solo hubiese sido ese el castigo, pues, en su bucle, era obligado a ver una y otra vez cómo su mujer y su hija morían quemadas. Trató de quitarse la vida en varias ocasiones, pero, pese a perderla, siempre volvía al mismo punto, siguiendo el bucle sin descanso.

    Se había arrogado la autoridad de decidir quién podía utilizar El Artefacto y quien no, y ahora estaba pagando las consecuencias de su decisión, una decisión que le había costado la vida a su familia y le había sumido a él en aquella agonía eterna. No había nada que hacer; solo deseaba perder la cabeza lo antes posible y no tener que seguir viviendo semejante atrocidad.

    En ese instante, una grieta se abrió en mitad de la frondosa selva; al otro lado, un hombre corría desesperado. Al instante, Nío se acercó a toda prisa, pero el efecto duró unos pocos segundos, desapareciendo en el acto.

    El bucle se reinició.

    Un sentimiento de esperanza nació dentro de él, pues, ¿existiría alguna posibilidad de salir de aquel bucle o simplemente la locura le había alcanzado al fin? Sea como fuere, estaba decidido a salir de ahí y vengarse de quienes habían acabado con todo lo que amaba.